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Ley antiterrorista y el derecho internacional de los derechos humanos. Informe en Derecho 1-2011 Defensoría Peanl Pública. Departamento de Estudios

 

 

 

Profesora Cecilia Medina Quiroga*

 

 

TABLA DE CONTENIDO:

 

 

 

I.        Presentación

 

II.      Análisis de aspectos consultados

 

 

 

II. 1. Alcance del “Debido Proceso” y de las denominadas “garantías judiciales” a la luz del derecho internacional de derechos humanos

 

 

II. 2. Adecuación de la ley que sanciona las conductas terroristas en Chile (Ley N ° 18.314, recientemente reformada por la Ley N ° 20.467) a los compromisos internacionales adquiridos por el Estado en materia de “garantías judiciales mínimas del acusado”.

 

 

II. 3. Examen de la aplicación de la ley 18.314 a miembros del pueblo mapuche: algunos aspectos problemáticos desde la perspectiva del derecho internacional de derechos humanos.

 

 

III.    Conclusiones


I.        PRESENTACIÓN

 

La elaboración del presente informe en derecho obedece a una solicitud de la Defensoría

Penal Pública de Chile y tiene por objeto analizar la adecuación a los tratados internacionales sobre derechos humanos de la Ley N ° 18.314 que sanciona las conductas terroristas y su aplicación en el marco del denominado “conflicto mapuche”, en relación con las Garantías Judiciales mínimas que deben respetarse en la substanciación de estas causas, particularmente, en lo relativo al uso de testigos secretos.

 

Para satisfacer este doble propósito, el desarrollo del informe se estructura en torno a tres

ejes: primero, se examina el contenido y alcance del derecho al Debido Proceso y a las

Garantías Judiciales, de acuerdo al derecho internacional de derechos humanos, así como las obligaciones que a este respecto tienen los Estados. En segundo lugar, se analiza la conformidad de la Ley N ° 18.314 (recientemente reformada por la Ley N ° 20.467) con los estándares internacionales en materia de derechos humanos, principalmente en lo que concierne a las reglas de procedimiento que aquella establece. En tercer lugar, se observan algunas aristas preocupantes, desde la perspectiva de los derechos humanos, que presenta la aplicación recurrente de esta ley a personas mapuche, en un contexto de intensas y violentas reclamaciones de tierras ancestrales. Por último, el informe expone las principales conclusiones en torno a los temas consultados.

 

La estructura recién expuesta responde a una razón de carácter sustantivo. Por una parte,

resulta necesario establecer un marco introductorio acerca del contenido y alcance del

Debido proceso y de las garantías judiciales, conforme el desarrollo del derecho internacional de derechos humanos tanto a nivel doctrinal, normativo y jurisprudencial. En

vista de ello, el informe se inicia con una referencia a los elementos más relevantes y

atingentes del derecho al Debido Proceso y a las garantías judiciales, particularmente, en

materia penal.

 

Por otra parte, no es plausible referirse a la aplicación de la Ley N ° 18.314 respecto de

miembros de las comunidades mapuche, sin abordar primero las dificultades que impone

esta regulación a las garantías judiciales de cualquier persona a quien se le impute una

conducta terrorista. En efecto, muchos de los problemas que presenta la legislación antiterrorista en nuestro país y que han concitado mayor atención a raíz de los casos suscitados en el marco de las acciones de protesta de comunidades mapuche son, en realidad, deficiencias que amenazan los derechos fundamentales de cualquier imputado, con independencia de su origen étnico. Por ello, el informe inicia el análisis de los aspectos consultados refiriéndose a las implicancias de dicha regulación especial en la satisfacción del derecho al Debido Proceso y a las garantías judiciales de los imputados por terrorismo, así como también la forma de armonizar el goce de estos derechos con la protección de los testigos y otros intervinientes.

 

En consonancia con lo anterior, el informe dedica su tercera parte al análisis de dos casos

judiciales en los cuales se ha aplicado la Ley N °18.314 a personas pertenecientes a comunidades mapuche y que muestran las consecuencias que acarrea para cualquier persona la aplicación de una ley que no es completamente compatible con las  obligaciones internacionales de Chile. Esto se agrava si dicha ley se aplica precisamente al pueblo


mapuche con motivo de acciones que se insertan en una lucha social respecto de la cual el Estado tiene también otras obligaciones que debe necesariamente considerar. Esto  implica que el cuidado de la aplicación de esta ley deba extremarse.

 

Es importante, sin embargo, delimitar adecuadamente los márgenes de este informe. Éste no pretende hacer un análisis de las políticas públicas en materia de asuntos indígenas en Chile, ni adentrarse en el contexto político o social en el que se inserta la persecución  penal de comuneros mapuches acusados de conductas terroristas. Tampoco es materia de este informe referirse a la legitimidad de las reclamaciones y acciones de protesta de estas comunidades. Por otro lado, éste no persigue analizar la conformidad de la Ley N° 18.314 al principio de legalidad penal, por lo que no ahonda en los problemas de tipicidad que se aprecian en ella. Sin perjuicio de ello, se formulan algunas referencias a las dudas que genera dicha ley en este ámbito, con el exclusivo propósito de facilitar la comprensión de ciertas formas de afectación a los derechos humanos derivados del uso de la Ley N °18.314.

 

Asimismo, es conveniente explicitar que los estándares de derecho internacional de derechos humanos que se invocan en este informe, provienen tanto del sistema interamericano de protección de los derechos humanos, así como del sistema de  acciones Unidas y del europeo. En este sentido, es relevante hacer presente que la normativa de derechos humanos es particularmente dinámica y se desarrolla en forma sustancial a través de la jurisprudencia de los órganos de protección de los derechos humanos, especialmente, de las Cortes Internacionales.

 

A lo largo del informe es posible apreciar cierto énfasis en dos instrumentos internacionales: la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Ello se explica en razón de que Chile ha ratificado ambos tratados generales sobre derechos humanos y ha reconocido la competencia de sus respectivos sistemas de control: la Corte Interamericana y el Comité  de Derechos Humanos, respectivamente. Sin perjuicio de ello, la consideración de instrumentos, jurisprudencia u otras resoluciones de sistemas regionales de protección de

los derechos humanos de los que Chile no forma parte son igualmente fundamentales para efectos de determinar el contenido y alcance de las obligaciones internacionales de los Estados en esta materia. El sistema de protección de los derechos humanos es un sistema integral que recoge el avance de los derechos en todos y cada uno de los órganos internacionales de protección, así como también en la jurisprudencia de todos los Estados sometidos a la supervisión de estos órganos. Las diversas fuentes del derecho internacional de derechos humanos constituyen un corpus juris internacional que desarrolla e interpreta las normas reconocidas en el ámbito de diversos sistemas de protección. Esto explica que tanto la Comisión y la Corte Interamericanas, así como los distintos Comités encargados de la observancia de los Tratados Internacionales de Naciones Unidas hagan suya muchas de las interpretaciones de la Corte Europea de Derechos Humanos. Esta interdependencia y retroalimentación es recíproca y constante entre los diversos mecanismos de protección internacional de los derechos humanos.

 

Por ello, este informe hace uso de la jurisprudencia de la Corte Europea de Derechos Humanos. La referencia a ella se debe también al hecho de que esta última ha tenido la oportunidad de conocer y analizar diversas temáticas que, en cambio,


la Corte Interamericana no ha enfrentado con frecuencia. Por razones que exceden de lo jurídico y que se vinculan más bien a la historia de nuestro continente, la Corte Interamericana ha debido conocer y resolver muchos casos de violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos, lo que evidentemente repercute en el tipo de asuntos que debe analizar. De este modo, la experiencia de la Corte Europea de Derechos Humanos cuenta con un desarrollo considerablemente más profuso de ciertos aspectos del debido proceso, que informan estándares aplicables por los restantes sistemas de protección y que justifican plenamente atender a ellos para efectos de este informe.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


II.      ANÁLISIS DE ASPECTOS CONSULTADOS

 

II. 1. Alcance del “Debido Proceso” y de las denominadas “garantías judiciales” a la

luz del derecho internacional de derechos humanos

 

El denominado derecho al “Debido Proceso” -ampliamente consagrado en los tratados internacionales y en las Constituciones Políticas de los Estados- proviene de la tradición jurídica anglosajona del “Due Process of law”1. Con origen en la Carta Magna de 1215,  fue posteriormente desarrollado por la jurisprudencia de la Corte Suprema estadounidense, en base a las enmiendas constitucionales V y XIV2. Su ingreso al campo del derecho internacional de derechos humanos se produce con los artículos 10 y 11 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que estatuyeron un derecho general de toda persona a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial, en condiciones de plena igualdad; así como los principios de presunción de inocencia y el de “nulla poena sine lege”.

 

Entre 1948 y 1949 el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas comenzó a trabajar en un detallado catálogo de garantías mínimas procedimentales3, que sirvió de  base al proyecto del actual artículo 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y a la configuración de disposiciones semejantes, como el artículo 6 del Convenio Europeo sobre Derechos Humanos y el artículo 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. El contenido y alcance de esta normativa ha sido ampliamente desarrollada por la jurisprudencia de los órganos de supervisión y de los tribunales internacionales de derechos humanos, incidiendo de manera considerable tanto en las interpretaciones judiciales como en las concreciones legislativas de los ordenamientos jurídicos nacionales.

 

Actualmente, el Debido Proceso constituye una piedra angular del sistema de protección de los derechos humanos. Es, por excelencia, la garantía de todos los derechos humanos y un requisito sine qua non de un Estado de Derecho. Su extendido reconocimiento ha llevado a considerarlo un principio de derecho internacional consuetudinario4 y a ser regulado de manera tal de impedir a los Estados la suspensión de su ejercicio, incluso en


situaciones de emergencia 5, cuanto menos, respecto de los derechos y garantías no susceptibles de suspensión de acuerdo al tratado internacional en cuestión6. Al respecto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha señalado que “los principios del debido proceso legal no pueden suspenderse con motivo de las situaciones de excepción en cuanto constituyen condiciones necesarias para que los instrumentos procesales, regulados por la Convención, puedan considerarse como garantías judiciales”7.

 

Asimismo, la Comisión Interamericana ha manifestado que “los Estados no tienen libertad para suspender las protecciones fundamentales del debido proceso o de un juicio justo a que se hace referencia en el artículo 8 y que son comparables a las disposiciones de otros instrumentos internacionales. (…) Estas protecciones incluyen en particular el derecho a un juicio cargo a cargo de un tribunal competente e imparcial para las personas acusadas de delitos penales, la presunción de inocencia el derecho a ser informado sin demora, y en forma que el acusado comprenda, de toda acusación penal, el derecho a disponer de tiempo y facilidades adecuadas para preparar la defensa, el derecho a la asistencia legal de su elección o el asesoramiento de defensor gratuito cuando así lo aconseje el interés de la justicia, el derecho a no brindar testimonio en su contra y la protección contra confesiones obtenidas bajo coerción, el derecho a la asistencia de testigos, el derecho a la apelación, así como el respeto por el principio de la aplicación no retroactiva de la legislación penal”8

 


derechos humanos. Es preciso asegurar que alguien independiente e imparcial decida las

controversias con unas reglas que permitan a las partes explicar su caso, presentar sus

pruebas y objetar las de la contraparte.

 

Aunque se trata de un concepto complejo, que reúne diversas garantías y ámbitos de aplicación, el Debido Proceso apunta a un conjunto de condiciones necesarias para “que un justiciable pueda hacer valer sus derechos y defender sus intereses en forma efectiva y en condiciones de igualdad procesal con otros justiciables”9. Estas condiciones, si bien

pueden variar en cada caso concreto, están regidas por ciertos principios fundamentales que se encuentran en la base del “Due Process of Law” y del desarrollo que éste ha tenido en el derecho internacional de derechos humanos, tales como el de legalidad, bilateralidad, contradicción, celeridad, eficacia e igualdad de armas. Éste último, sin embargo, es el que probablemente expresa en mayor medida la esencia del derecho al debido proceso, presente tanto en sus exigencias generales, como en las garantías específicas que amparan al “acusado”.

 

El principio de igualdad de armas implica que cada parte debe ser tratada de tal manera de encontrarse en una posición procesal equivalente para plantear su caso –incluyendo su evidencia- bajo condiciones que no la sitúen en desventaja sustancial frente a su oponente10. Este mandato se relaciona con el derecho de igualdad ante los tribunales y Cortes de justicia, que garantiza tanto la igualdad de acceso a ellos como la igualdad de medios procesales, obliga a tratar a ambas partes sin discriminación alguna11 y exige que casos análogos sean tratados en procesos similares12. El principio de igualdad de armas se ocupa, fundamentalmente, de la igualdad de medios procesales y se orienta a asegurar a ambas partes del proceso y, especialmente, a la que se encuentra en situación más débil, la posibilidad razonable de presentar su caso en condiciones de igualdad13.

 

El principio de igualdad de armas es consustancial a la noción de “juicio justo” (“juicio con las debidas garantías” o fair trial) e inherente al Debido Proceso. Rige tanto en los  procedimientos civiles (entendidos en su acepción más amplia) como en los penales y respecto de cada una de sus etapas. El debido proceso penal ha sido objeto de una particularmente cuidadosa formulación en el derecho internacional. La razón de este cuidado dice relación con el hecho de que, en el proceso penal, no hay igualdad de hecho entre acusador y acusado. El acusador es el Estado – con todas las herramientas que éste tiene para defender el cumplimiento de la ley penal, y el acusado es un ser humano

individual sobre el que cae todo el peso del aparato estatal y quien arriesga la afectación de varios derechos humanos, incluyendo eventualmente la vida en los países en que todavía existe la pena de muerte. Esta desigualdad real y objetiva entre acusador e imputado obliga 


a dotar a este último de garantías y medios procesales que le otorguen una posibilidad real de oponerse a la acusación, lo cual se traduce, principalmente, en asegurar que aquel cuente con defensa técnica y con atribuciones defensivas que le brinden idénticas posibilidades de influir en la decisión del tribunal14. Las normas del debido proceso penal, crean, así, la igualdad inexistente en la realidad.

 

A este respecto, es interesante considerar que en el proyecto de elaboración de la Convención Americana se discutió la inclusión de una letra b) del número 2 del actual

artículo 8, que establecía que “[E]l proceso debido en materia penal, abarcará las siguientes garantías mínimas […] b) igualdad de derechos y deberes de las partes durante el juicio”15. Esta propuesta fue rechazada y reemplazada por la formulación actual de la disposición, que concede garantías mínimas y en plena igualdad sólo al inculpado y no a ambas partes. Esto indica que el Debido Proceso es un derecho fundamental de los individuos frente al Estado y que no puede ser invocado por éste frente a sí mismo, razón por la cual se estima que los ordenamientos jurídicos pueden otorgar al Ministerio Público facultades –y no garantías- para ejercer la persecución16.

 

Consecuentemente, el principio de igualdad de armas subyace al derecho de defensa17 y a las diversas concreciones de éste que se reconocen en los tratados internacionales de derechos humanos bajo la expresión “garantías mínimas del acusado” u otras equivalentes. Tal es el caso del derecho a ser asistido por traductor o intérprete si no comprende o habla el idioma del tribunal, el derecho a conocer en forma previa y detallada la acusación formulada, a contar con el tiempo y los medios adecuados para la preparación de su defensa, a ser asistido por un defensor de su elección o por uno que le proporcione el Estado y el derecho a presentar testigos en su favor y a interrogar tanto a éstos como a los presentados en su contra18.

 

En el ámbito del sistema interamericano de protección de los derechos humanos, el  Debido Proceso se encuentra consagrado en el artículo 8 de la Convención Americana, bajo la denominación de “Garantías Judiciales”19.

 


confusión, ya que éste no consagra un recurso judicial. Si bien el término “Garantías Judiciales” estricto sensu alude a los medios procesales necesarios para hacer efectivos  la titularidad o el goce de un derecho, aquel ha sido entendido y empleado como equivalente al conjunto de requisitos enumerados en dicha disposición. Por tanto, aquí se utilizará dicha expresión como equivalente a Debido Proceso. Aunque en rigor, esta última resulte más exacta, ya que “abarca las condiciones que deben cumplirse para asegurar la adecuada defensa de aquellos cuyos derechos u obligaciones están bajo consideración judicial”20.

El reconocimiento del Debido Proceso en el marco de la Convención Americana (artículo

8) y del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 14) es extremadamente similar. Ambos instrumentos regulan en un primer párrafo (8.1 y 14.1, respectivamente) el derecho general a “ser oído con las debidas garantías” en la substanciación de todo proceso judicial, sea o no criminal, bajo ciertas condiciones temporales (“dentro de un plazo razonable”) e institucionales (“por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley”). Asimismo, los siguientes párrafos de los preceptos citados son mayoritariamente coincidentes.

La jurisprudencia internacional ha interpretado el derecho a “ser oído con las debidas  garantías” (fair hearing) en el sentido de exigir la observancia de la publicidad, la igualdad

de armas, el respeto del juicio contradictorio, la exclusión de la agravación de oficio de las

condenas y procedimientos judiciales ágiles21. Del mismo modo, aunque la ConvenciónAmericana no consigne en su artículo 8.1 el derecho a un fallo razonado, debe entenderse


que éste es también un requisito del Debido Proceso22. En efecto, si el tribunal no estuviera obligado a explicitar los fundamentos de hecho y derecho de su decisión, no sería posible controlar la ausencia de arbitrariedad de parte de la autoridad. Además, el derecho a recurrir de la sentencia, establecido en el artículo 8.2, se tornaría ilusorio.

 

El segundo párrafo del artículo 8 de la Convención Americana, así como los párrafos 2 y 3

del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, en cambio, regulan las “garantías

mínimas del acusado”. Dichos instrumentos, además de establecer exigencias generales

para todo tipo de procesos, prescriben requisitos básicos para asegurar el Debido Proceso en la determinación de la inocencia o culpabilidad de las personas sometidas a un procedimiento penal. Quien se encuentra en este último supuesto se ubica en una situación de particular vulnerabilidad frente al poder del Estado, al estar en riesgo la restricción de otros derechos fundamentales, tales como su reputación y libertad.

 

Esto justifica consignar un conjunto de garantías específicas que complementan la norma

general consagrada en el inciso primero de las mencionadas disposiciones y que, por tanto, se aplican conjuntamente a los procedimientos penales. Dichas garantías del acusado son aquellas consideradas “mínimas” o elementales para hablar de un Debido Proceso en materia penal, por lo que la satisfacción de este derecho puede implicar, en determinados casos, el cumplimiento de exigencias adicionales por parte del Estado23. Por tanto, la conformidad del proceso con las garantías mínimas del acusado no implica necesariamente el cumplimiento de las exigencias del derecho a “ser oído con las debidas garantías”24, consagrado en el artículo 8.1 de la Convención Americana.

 

Por otro lado, previo a la enumeración de las mencionadas “garantías mínimas” del sujeto

sometido a proceso penal, el artículo 8.2 de la Convención Americana, consagra otro importante elemento del Debido Proceso: el principio de presunción de inocencia. Conforme éste, toda persona a quien se atribuya la comisión de un delito deberá ser tratada como inocente hasta el momento en que una sentencia judicial firme establezca su culpabilidad, e independientemente del grado de verosimilitud y gravedad de la imputación25. De este principio se deriva, por una parte, la exigencia de que la condena y la aplicación de la pena se funden en la certeza del juzgador acerca de la culpabilidad del

imputado, de modo que cualquier duda o probabilidad al respecto conducen necesariamente


a su absolución. Esto es lo que se conoce bajo el aforismo “in dubio pro reo”. Por otra parte, la presunción de inocencia conlleva también el deber del Estado/acusador de  probar, a satisfacción razonable del tribunal, la culpabilidad del imputado. Aquel tiene la carga de destruir la presunción que ampara a este último. Asimismo, la presunción de inocencia puede comprometerse también a raíz de ciertas restricciones a la libertad personal, como acontece en el caso de una prisión preventiva que excede de lo razonable26, en el de ciertas detenciones masivas y programadas27, o en privaciones de libertad no fundadas en razones permitidas por el derecho internacional28.

 

La presunción de inocencia obliga, en principio y directamente, al juez que conoce del

asunto. No obstante ello, la jurisprudencia internacional concuerda en que dicho principio

impone también ciertos deberes a otras autoridades públicas, e incluso a los medios de

comunicación, quienes deben abstenerse de prejuzgar sobre la culpabilidad del imputado29.

 

El listado de garantías mínimas reconocidas por la Convención Americana en favor del

acusado la integran, primero, seis disposiciones encaminadas a hacer efectivo el derecho de defensa en condiciones de igualdad y contradicción (letras a – f del artículo 8, ya mencionadas). A continuación, incorpora el “derecho a no ser obligado a declarar contra sí mismo ni a declararse culpable”, que se vincula, por una parte, con la carga que tiene el

Estado de acreditar -más allá de toda razonable- la culpabilidad del imputado y, por otra,

con la prohibición de infligir tortura, tratos crueles, inhumanos o degradantes. El empleo de estos últimos en la obtención de una confesión conduce a la invalidez de la misma, cuestión que se refuerza en el tercer numeral del artículo 8 de la Convención Americana, al prescribir que “la confesión del inculpado solamente es válida si es hecha sin coacción de ninguna naturaleza”. Por último, el catálogo de garantías básicas del artículo 8.2 consagra el “derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior”, proceso que debe llevarse a cabo por un tribunal de mayor jerarquía y en el cual deben respetarse todas las garantías del debido proceso.

 

Finalmente, los párrafos 4 y 5 del artículo 8 de la Convención Americana contemplan, respectivamente, los principios de ne bis in idem y de la publicidad del juicio, como elementos fundamentales del Debido Proceso. De acuerdo al primero, el Estado se encuentra impedido de volver a perseguir penalmente a un sujeto por los mismos hechos, ya sea de manera simultánea o sucesiva. Esta garantía supone que los juicios no pueden

 


derecho a que el proceso penal sea “público, salvo en lo que sea necesario para preservar los intereses de la justicia”, se encuentra estrechamente ligado a la exigencia de oralidad y al carácter concentrado y continuo del proceso. Esta exigencia ampara al imputado y promueve la transparencia de la administración de justicia, sin perjuicio de lo cual admite ciertas excepciones que deben interpretarse restrictivamente.

 

En materia penal el Debido Proceso asegura a las personas que éstas sólo podrán sufrir una pena si es que así lo determina una sentencia condenatoria emitida por un tribunal

competente, independiente e imparcial, tras conducir un juicio bajo “las debidas garantías”. En consecuencia, el principio nullum crimen et nullum poena sine lege –conocido como principio de legalidad31- constituye un complemento relevante de los requerimientos que configuran un Debido Proceso. Sin embargo, dado que los alcances de este principio exceden los márgenes de este informe, sólo se plantearán algunas someras referencias al mismo, en la medida que sea estrictamente necesario para un análisis consistente de los aspectos consultados.

 

En los siguientes acápites del presente informe se examinarán con mayor detención algunas de las garantías judiciales del acusado, así como otros elementos que informan el Debido Proceso. Tal aproximación, a diferencia de la expuesta en este primer apartado, tendrá un enfoque aplicado y acotado a los aspectos que surjan del análisis de la legislación chilena que motiva este informe.

 

 

 

 


II. 2. Adecuación de la ley que sanciona las conductas terroristas en Chile (Ley N ° 18.314, recientemente reformada por la Ley N ° 20.467) a los compromisos internacionales adquiridos por el Estado en materia de “garantías judiciales  mínimas del acusado”.

 

 

Antes de adentrarnos en este punto, es preciso poner de relieve que los compromisos internacionales adquiridos por los Estados en materia de derecho internacional de derechos humanos impactan, necesariamente, en la expedición y aplicación de leyes en sus ordenamientos internos.

 

Conforme dos importantes principios de derecho internacional general, los Estados deben cumplir sus obligaciones internacionales de buena fe y no pueden excusar su incumplimiento en las normas de su derecho interno32. A su vez, los artículos 1 y 2 de la

Convención Americana disponen, por una parte, que los Estados se obligan a respetar los derechos y libertades reconocidos en ella y a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona sometida a su jurisdicción; y por otra, que se comprometen a adoptar, en su caso, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades.

 

En consecuencia, si los Estados se han comprometido a adoptar dichas medidas en sus ordenamientos internos, con mayor razón aún se encuentran obligados a no adoptar o producir normas y/o medidas que contravengan el objeto y fin de la Convención. En palabras de la Corte Interamericana, “la promulgación de una ley manifiestamente contraria a las obligaciones asumidas por un Estado al ratificar o adherir a la Convención constituye una violación de ésta que, en el evento de que esa violación afecte derechos y libertades protegidos respecto de individuos determinados, genera responsabilidad internacional para el Estado”. Desde la perspectiva del derecho internacional, ésta es la trascendencia de la pregunta acerca de la compatibilidad de la Ley 18.314 con los  tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Chile.

 

III.  2. 1. Consideraciones preliminares sobre el principio de legalidad penal

 

 

Aún cuando no es materia de este informe, no puede dejar de advertirse la constatación  de importantes inconsistencias en la tipificación de las conductas terroristas sancionadas por la Ley 18.314, lo cual representa un serio problema desde el punto de vista del principio de legalidad (nullum crimen sine lege et nulla poena sine lege) ampliamente reconocido por el derecho internacional de derechos humanos y plasmado en los artículos 9 de la Convención Americana y 15 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

 

El establecimiento por ley de un delito debe advertir a las personas que la realización de un determinado comportamiento infringe las normas penales del país, de forma que aquellas


sepan con exactitud qué es lo que se encuentra prohibido y qué sanción debe recibir. De acuerdo con este principio, las conductas punibles deben estar descritas en forma clara y precisa, reduciendo al máximo el espacio para analogías e interpretaciones extensivas. Esta exigencia no es satisfecha por la Ley 18.314, tal como lo ha reconocido el propio gobierno ante instancias de supervisión internacional sobre derechos humanos33. Parte de estas insuficiencias, ciertamente, son las que se intentaron menguar a través de la reciente modificación introducida por la Ley N ° 20.467; esfuerzo que, sin embargo, no termina de ajustarse completamente a los estándares internacionales en esta materia.

 

La Corte Interamericana ha abordado la infracción del artículo 9 de la Convención Americana en casos similares. Al referirse a la aplicación de las leyes que sancionaban en

Perú los delitos de “Terrorismo” y “Traición a la Patria” señaló, en el caso Cantoral Benavides, que dichos tipos penales “utilizan expresiones de alcance indeterminado en relación con las conductas típicas, los elementos con los cuales se realizan, los objetos o bienes contra los cuales van dirigidas, y los alcances que tienen sobre el conglomerado social34.

 

Sin pretender adentrarnos en este punto –que excede completamente los márgenes de este informe- es conveniente enunciar que la regulación en comento se aleja del desarrollo internacional en materia de regulación del combate contra el terrorismo en el marco del respeto a los derechos humanos, no sólo por la vaguedad de sus términos, sino porque explícitamente se extiende sobre conductas que exceden de lo que propiamente puede considerarse terrorismo (artículos 1° y 2°). Aún cuando no existe una definición única y universalmente aceptada del terrorismo, sí existe un amplio consenso en torno al tipo de actos que merecen tal calificación, conforme a los diversos instrumentos internacionales que rigen esta materia. Los actos a los que se refieren dichos instrumentos han sido catalogados entre las formas más graves de criminalidad, caracterizados no sólo por sus fines, sino también, por su lesividad a los bienes jurídicos más preciados por la sociedad y el Estado, a saber, la vida, la integridad y la libertad de los seres humanos35.

 

La Ley N ° 18.314, en cambio, ha hecho posible la calificación terrorista de conductas

incendiarias de bienes inmuebles (perseguibles y sancionables bajo el derecho penal


común) realizadas en el marco de una escalada de protestas sociales, aún cuando ellas no hayan entrañado lesión o riesgo alguno para la vida e integridad de las personas. Esto ha ocurrido, concretamente, con un número importante de integrantes de las comunidades mapuche habitantes de las regiones del sur del país, quienes han reclamado por vías violentas la restitución de sus tierras ancestrales.

 

Quienes han debido enfrentar un procedimiento penal en su contra fundado en la Ley

N°18.314 han tenido que soportar efectos adversos en el goce de su derecho a un juicio

justo y equitativo, como consecuencia de la regulación procesal especial que contiene dicha ley. Por otro lado, en el caso particular de los miembros de comunidades mapuche, la recurrente aplicación de esta ley durante el último decenio presenta problemas adicionales desde el punto de vista del derecho internacional de derechos humanos, que merecen ser considerados. En vista de esto, en el acápite siguiente se abordarán algunas de las objeciones más relevantes que pueden plantearse a la Ley N° 18.314, en relación al derecho al debido proceso y a las garantías judiciales del imputado. A continuación de ello, se examinarán algunas de las complejidades adicionales que se observan en la aplicación de esta ley a personas pertenecientes a las comunidades mapuche.

 

II. 2. 2. La igualdad de armas y la contradicción bajo el procedimiento regulado en la

Ley 18.314.

 

A)     El derecho del acusado a interrogar a los testigos de cargo en las mismas condiciones que la acusación y la intervención de testigos con identidad protegida.

 

El artículo 15 de la Ley 18.31436 establece la facultad del Ministerio Público de disponer,

durante la investigación, las medidas especiales de protección que resulten adecuadas para proteger a testigos y peritos, así como a sus familiares y allegados, cuando considerare que sobre ellos pesa un riesgo cierto para su vida o integridad física. El inciso segundo prevé una serie de medidas que el Fiscal puede aplicar conjunta o separadamente para resguardar la identidad de dichos intervinientes. Adicionalmente, el artículo 16 faculta al tribunal a “decretar la prohibición de revelar, en cualquier forma, la identidad de testigos o peritos


protegidos, o los antecedentes que conduzcan a su identificación” y fija, a continuación, las sanciones aplicables a las infracciones de esta disposición37.

 

Estos preceptos, referidos a la protección de testigos y peritos que intervienen durante la etapa de investigación de un delito sancionable bajo la ley 18.314, son complementados a continuación con la regulación de la forma en que la declaración de dichos testigos y peritos protegidos puede ser incorporada al juicio, como medio probatorio. Así, el artículo 18 de esta Ley señala que estas personas podrán prestar declaración “por cualquier medio idóneo que impida su identificación física normal” si el juez de garantía así lo dispone para recibir su deposición como prueba anticipada, o si así lo determina el tribunal oral en lo penal para que su testimonio sea presentado como prueba durante el desarrollo del juicio. Para ello “el juez deberá comprobar en forma previa la identidad del testigo o perito, en particular los antecedentes relativos a sus nombres y apellidos, edad, lugar de nacimiento, estado, profesión, industria o empleo y residencia o domicilio”. Una vez que esa comprobación haya sido consignada, “el tribunal podrá resolver que se excluya del debate cualquier referencia a la identidad que pudiere poner en peligro la protección de ésta”. Asimismo, si bien la norma condiciona la incorporación al acervo probatorio de la declaración de un testigo o perito protegido al hecho que el defensor del acusado haya podido ejercer su derecho a contrainterrogarlo, impide a éste dirigirle preguntas que “impliquen un riesgo de revelar su identidad”.

 

El conjunto de normas recién mencionadas posibilitan la participación de “testigos secretos” o “protegidos”, tanto durante la fase de investigación como en la etapa de juicio, para efectos de acreditar la culpabilidad del sujeto acusado de cometer un acto terrorista. La utilización de prueba testimonial bajo estas circunstancias de reserva de identidad puede ser altamente problemática para la garantía mínima de todo acusado de poder interrogar a los testigos presentados en su contra bajo las mismas condiciones que la acusación. En efecto, el absoluto desconocimiento de la identidad del testigo por parte del acusado y su defensor impedirían a éste contar con la información básica para formularle preguntas que cuestionen su credibilidad, haciendo nugatorio el derecho del acusado a controvertir o desvirtuar los elementos de convicción aportados por dicho testigo en su contra. Esto puede significar una gran desventaja para el acusado y sus efectos pueden ser especialmente graves si la declaración del testigo anónimo resultan determinantes para que el tribunal alcance la convicción de su culpabilidad. Tal perjuicio se acrecienta si se le condena por un delito tan grave y severamente sancionado como el de terrorismo.

 

La garantía judicial en cuestión se encuentra consagrada en el artículo 8.2 letra (f) de la Convención Americana, así como en el artículo 14. 3 letra (e) del Pacto Internacional de


Derechos Civiles y Políticos38. Dichos preceptos corresponden a una aplicación del principio de igualdad de armas y del derecho al contradictorio en materia probatoria, al garantizar tanto al acusado como a quien sostiene la acusación las mismas facultades jurídicas y procesales para obligar la comparecencia de testigos e interrogarlos y contrainterrogarlos39. Ésta es una garantía fundamental para asegurar a los imputados y sus abogados la posibilidad de llevar adelante una defensa efectiva frente a la persecución penal, e implica que ambas partes enfrentadas en juicio tengan la oportunidad de conocer y cuestionar toda evidencia presentada. Para tal propósito, los tratados internacionales que reconocen este derecho requieren a los Estados parte la adopción de medidas positivas para asegurar realmente al acusado la posibilidad de examinar y contrainterrogar a los testigos presentados en su contra40. Tales medidas forman parte de los deberes de diligencia que aquellos contraen para garantizar efectivamente el goce y ejercicio del derecho al debido proceso41.

 

La jurisprudencia internacional ha coincidido en que dicha garantía importa que el acusado tiene el derecho a que toda prueba presentada en su contra, sea en principio, producida en su presencia y en una audiencia pública bajo un debate adversarial42. Sin embargo, esto no significa que, para admitir la declaración de testigos como evidencia, éstos deban siempre y en toda circunstancia testificar ante un tribunal en un procedimiento público43. En efecto, en ciertos casos esto puede llegar a ser imposible –si es que sólo se puede obtener su testimonio en forma anticipada al juicio- o bien inconveniente –cuando su declaración en dichas condiciones pueda acarrear un peligro cierto a su vida o integridad. Por lo mismo, el uso de declaraciones de testigos obtenidas durante la etapa previa al juicio no se considera, en sí mismo, contrario al debido proceso y al derecho del acusado a contrainterrogar a los testigos de cargo y descargo en igualdad de condiciones. Tal posibilidad podrá admitirse en la medida en que se otorgue igualmente a la defensa una oportunidad idónea y apropiada para impugnar e interrogar al testigo presentado en su contra, ya sea en el momento en que aquel formula su declaración o bien en una etapa posterior44.


Consecuentemente no es admisible utilizar en juicio la declaración de un testigo que la

defensa no ha tenido oportunidad de controvertir45. Más aún, una sentencia condenatoria no podrá basarse únicamente o en forma determinante en las deposiciones de tal testigo46.

 

Sin perjuicio de ello, el derecho del acusado a interrogar a los testigos de cargo en su presencia, públicamente y ante un tribunal no es un derecho absoluto. En ocasiones, pueden justificarse ciertas restricciones al mismo, en aras de la protección de otros derechos e intereses tutelados también por las convenciones de derechos humanos, como son la vida e integridad de los demás intervinientes de un juicio. Tal ponderación puede significar que el imputado deba soportar ciertas dificultades en el desarrollo y planteamiento de su defensa, para efectos de salvaguardar, por ejemplo, la integridad y vida de los testigos que depongan en su contra47. No obstante, para que una restricción de derechos pueda calificarse de  legítima debe sujetarse al cumplimiento de ciertos requisitos, con arreglo al derecho internacional de derechos humanos. Tales exigencias consisten en que la limitación al derecho en cuestión debe perseguir un objetivo legítimo de acuerdo a las convenciones de derechos humanos, debe ser conducente para alcanzarlo, estrictamente necesaria o la única alternativa posible para ello y proporcional48. Tratándose de la introducción de un trato diferenciado entre las posibilidades procesales del imputado y la parte acusadora, deberán cumplirse rigurosamente los requisitos antes mencionados a efectos de no quebrantar el principio de igualdad de armas que rige las facultades de ambas partes en el proceso49, que los tratados resguardan celosamente.

 

Los intereses o derechos encontrados de acusados y otros intervinientes suelen estar en

juego tanto en la investigación como en el enjuiciamiento de delitos de mayor gravedad y

complejidad, particularmente en las modalidades de crimen organizado, como son el terrorismo y el narcotráfico. En este sentido, los mecanismos de protección de identidad de testigos pueden servir a la reducción de los peligros que éstos efectivamente podrían

enfrentar por su participación en la persecución y sanción de este tipo de delitos. En ciertos casos, los testigos o sus familiares y allegados pueden ser objeto de serias intimidaciones o temer, fundadamente, ser objeto de represalias50.

 

La Comisión Interamericana, al referirse a las implicancias de la lucha contra el terrorismo

para el respeto de los derechos humanos, ha admitido la necesidad de adoptar medidas

frente a tales peligros, con el objeto de que la identificación de los testigos en el proceso

penal no comprometa su seguridad. Pero al mismo tiempo, ha manifestado que “estas


consideraciones nunca pueden servir de base para comprometer las protecciones inderogables de un acusado respecto del debido proceso y cada situación debe ser detenidamente evaluada en sus propios méritos (…) Sujeto a estas consideraciones, podrían, en principio, diseñarse procedimientos conforme a los cuales se pueda proteger el anonimato de los testigos sin comprometer los derechos del acusado a un juicio imparcial”. Según la Comisión, entre los factores que debieran tenerse en cuenta para evaluar la permisibilidad de estos procedimientos, se encuentran “el tener suficientes razones para mantener el anonimato de un testigo, y la posibilidad de que la defensa sea, no obstante, capaz de impugnar las pruebas del testigo e intentar sembrar dudas sobre la confiabilidad de sus declaraciones (…) que el propio tribunal conozca la identidad del testigo y pueda evaluar la confiabilidad de la evidencia del testigo y la importancia de las pruebas de la causa contra el acusado(…) 51.

 

Del solo reconocimiento de la necesidad de protección de los testigos y de lo idóneo que

para este fin pueda resultar su anonimato, no puede desprenderse inmediatamente la

legitimidad de adoptar una medida como ésta. Como se señaló precedentemente, las

limitaciones al derecho del acusado a contrainterrogar a los testigos de cargo en igualdad de condiciones, deben cumplir con ciertas exigencias, entre las que destaca la estricta

necesidad de implementarlas. Esto importa que, si existen otras medidas de protección de

los testigos que resulten eficaces y menos lesivas de los derechos del imputado/acusado

deberán adoptarse aquellas52.

 

Consecuentemente, la reserva de identidad de los testigos, por los graves efectos que puede tener sobre los derechos del acusado, es una medida de última ratio o de carácter

excepcional, cuya aplicación sólo puede plantearse respecto de los crímenes de mayor

gravedad, una vez comprobada la ineficacia o insuficiencia de las otras medidas de protección dispuestas por el ordenamiento jurídico para la salvaguarda de los testigos que

corran un peligro concreto y actual de sufrir un ataque a su integridad, vida o libertad personal por prestar su deposición en juicio. A este respecto, no cualquier temor puede

justificar la concesión de anonimato al testigo. Es preciso corroborar que existe un riesgo

concreto, actual (existente al momento de tener que prestar declaración) y fundado de

padecer un ataque o enfrentar represalias por su testimonio contra el acusado de que se

trate53. Sólo un peligro de esas características puede legitimar una afectación tan intensa a los derechos del acusado. Un temor general del testigo a sufrir represalias en razón de la reputación del acusado o de la gravedad de los cargos que se le imputan no constituye razón suficiente para decretar la medida en comento54.


El alto umbral de exigencia que pesa sobre el Estado en esta materia y que se traduce en la necesidad de cumplir una serie de requisitos para disponer esta medida, así como en el

deber de adoptar un conjunto de medidas de resguardo de los derechos del acusado, se debe a la naturaleza particularmente lesiva del anonimato de los testigos para tales derechos. El desconocimiento de la identidad del testigo por parte de la defensa constituye una desventaja casi insalvable para el acusado, por cuanto priva a su abogado de la información necesaria para someter a escrutinio la conducta y los dichos del testigo o poner en duda su credibilidad55. El Sistema Interamericano ha puesto esto en evidencia al señalar que “el anonimato de los fiscales, jueces y testigos priva al acusado de las garantías básicas de la justicia (…) El acusado [no] puede realizar ningún examen efectivo de los testigos de la contraparte, si no posee información alguna en relación con los antecedentes o motivaciones de los testigos, ni sabe cómo estos obtuvieron información acerca de los hechos en cuestión56.

 

El testimonio que preste una persona inculpando a otra de la comisión de un delito bien

puede estar fundado en el prejuicio, o en una percepción equivocada, así como en algún

interés privado o sentimiento de hostilidad. Sea que la declaración resulte simplemente

errada o derechamente falsa, si la defensa no conoce la identidad de dicha persona, sus

posibilidades de sacar a la luz esas circunstancias son prácticamente nulas57. El daño que ello puede provocar al acusado resulta evidente. Consecuentemente, la idea según la cual el derecho a la defensa del imputado se satisface con el sólo conocimiento del contenido de la declaración del testigo es, cuando menos, un eufemismo58.

 

Por tanto, el derecho internacional de derechos humanos puede tolerar el uso de sistemas de reserva de identidad de los testigos presentados por la parte acusadora, siempre que ellos cumplan con estándares que impidan anular el derecho a defensa del acusado y, en

particular, la garantía de contar con alguna oportunidad adecuada de impugnar su credibilidad e interrogarlos, ya sea antes o durante el juicio. La total falta de contradicción


entre la defensa del acusado y el testigo presentado en su contra, supone una restricción a sus garantías mínimas que excede de los márgenes aceptables por el derecho internacional de derechos humanos. En este sentido, para la garantía de los derechos del acusado resulta determinante no sólo que la defensa tenga la oportunidad de efectuar una interrogación conducente al descrédito de los testigos o sus declaraciones, sino también que cuente con la posibilidad de observar directamente la conducta y actitud de quienes están siendo interrogados, para así formarse una idea sobre ellos y sembrar dudas sobre su fiabilidad59.

 

En consecuencia, el uso de declaraciones rendidas por testigos anónimos en procedimientos penales, sólo puede admitirse si ello se encuentra regulado por ley, resulta estrictamente necesario y se condiciona al cumplimiento de una serie de medidas que permitan salvaguardar, aún en esas circunstancias, la igualdad de armas y las garantías mínimas del acusado. El criterio general que rige al respecto- desarrollado, principalmente, en el seno de la Corte Europea de Derechos Humanos- consiste en que sólo es permisible que el acusado soporte ciertas desventajas inherentes al uso de testimonios anónimos por la parte acusadora, si es que tales dificultades son “suficientemente contrapesadas por los procedimientos o medidas adoptadas por la autoridad judicial”60. El objeto principal de las medidas de contrapeso que la autoridad judicial está en obligación de adoptar, es que éstas posibiliten realmente a la defensa cuestionar y poner en tela de juicio, por una u otra vía, la declaración de estos testigos ante el tribunal61.

 

Entre las medidas o procedimientos que se consideran adecuados para compensar las desventajas impuestas al acusado, se encuentran (1) el deber de verificar la concurrencia de un peligro cierto, inminente y fundado para la vida, integridad o libertad del testigo y que implique la estricta necesidad de mantener en reserva su identidad62; (2) la existencia de un juez de instrucción o investigación que conozca la identidad del testigo y que lo interrogue con el fin de indagar sobre sus antecedentes, relación con el acusado, intereses en juego, etc.63; (3) La emisión de un informe por parte de dicho juez investigador en el que proporcione elementos de análisis suficientes para que el tribunal que conoce de la causa pueda evaluar la credibilidad del testigo64. Evidentemente, las diferencias entre los diversos sistemas penales de los Estados pueden significar que no todos cuenten con una figura semejante. En el caso de Chile, por ejemplo, el actual sistema procesal penal no contempla la participación de un juez de instrucción, sino que descansa en las labores de los jueces de garantía, los tribunales orales y el Ministerio Público, siendo este último el que se encuentra a cargo de la investigación y la posterior acusación, si procediere. Sin embargo, la exigencia en comento supone, más allá de cual sea la organización del sistema procesal


penal en el ordenamiento interno, que el examen de los testigos, así como el análisis acerca del riesgo que corren y su fiabilidad, sea realizado por una autoridad con suficientes garantías de independencia e imparcialidad y no sea la misma encargada de formular la acusación en contra del imputado en cuestión; (4) la posibilidad del abogado defensor de apelar de la decisión que autoriza el anonimato de los testigos65 (5) la posibilidad del abogado defensor de interrogar ampliamente al testigo, salvo en lo que concierne a su identidad66; (6) el conocimiento de la identidad del testigo por parte del tribunal, pudiendo observar directamente su comportamiento al ser interrogado, para formarse su propia opinión sobre la credibilidad de sus dichos67; y (7) el deber del tribunal de examinar y evaluar la evidencia proporcionada por el testigo anónimo con extremo cuidado68.

 

Una interpretación acorde con la finalidad y el efecto útil de las normas sobre derechos

humanos, conduce a requerir la mayor concurrencia de las mencionadas exigencias, para

asegurar un adecuado contrapeso de las dificultades que debe soportar el acusado a raíz del anonimato de los testigos. Por ello, la Corte Europea de Derechos Humanos ha descartado que, por el sólo hecho de que la defensa del acusado haya podido interrogar al testigo ampliamente- ya sea en forma oral o por escrito- pueda considerarse suficientemente compensada la desventaja del acusado69. En tal caso, tanto la naturaleza de las preguntas como el ámbito al cual pueden referirse, se encuentran sumamente restringidos, en vista de la necesidad de preservar la confidencialidad de la identidad de los testigos70, por lo que si no van acompañadas de otras medidas no resultan suficientes para garantizar los derechos del acusado. A su vez, la sola lectura ante el tribunal de las declaraciones rendidas por los testigos protegidos tal como fueron registradas por las autoridades investigativas, tampoco constituye un medio adecuado y suficiente para compensar las dificultades adicionales impuestas al acusado71.

 

Asimismo, la jurisprudencia ha reconocido que, para asegurar las garantías del imputado,

no basta con que el tribunal de la causa examine cuidadosamente las declaraciones del

testigo anónimo y otorgue a la defensa del acusado la posibilidad de refutarlas o contestarlas72, si es que no se verifica la adopción de otras salvaguardas. Del mismo modo, si en el procedimiento hay intervención de un juez investigador que conoce la identidad de los testigos protegidos y elabora un informe detallado acerca de la conducta de aquellos y la credibilidad de sus dichos, pero la defensa no tiene la posibilidad de que la interrogación de los testigos se realice en su presencia ni el tribunal de la causa realiza una evaluación fundada acerca de la amenaza de represalia por parte del o los acusados hacia los testigos,


no será posible sostener que se han adoptado las medidas de contrapeso necesarias para permitir su declaración bajo anonimato73.

 

No obstante lo anterior, es importante resaltar que ni siquiera la concurrencia de todas las

medidas de resguardo señaladas ni aún la adopción de otras adicionales puede justificar que la condena del acusado se base exclusivamente o en modo determinante en la deposición de testigos anónimos74. A este respecto pesa una clara prohibición, cuya transgresión importa necesariamente la vulneración del derecho del acusado a un debido proceso.

 

Por otro lado, es necesario hacer presente que, tratándose de un testigo de cargo que pertenece a las fuerzas policiales o que se desempeña como “agente encubierto”, el anonimato y la falta de confrontación directa entre éste y el acusado o su abogado, son aún más difíciles de admitir y compensar, sin violentar las garantías del acusado. Si bien en el caso de estas personas puede efectivamente estar comprometido no sólo el éxito de futuras operaciones de inteligencia contra el crimen organizado, sino también su seguridad personal o la de sus familiares, debe tenerse en cuenta ciertas particularidades que obligan a distinguir su situación de la de otros testigos desinteresados y de la víctima.

Los “agentes encubiertos”, al ser miembros de las fuerzas policiales, están regidos por un mandato general de obediencia hacia autoridades que, usualmente, forman parte del poder ejecutivo del Estado. Asimismo, dicha posición normalmente los vincula o acerca a la parte acusadora del proceso criminal en el que se pretende su participación. Por último, es sabido que la naturaleza de sus funciones les puede significar presentarse a declarar abiertamente ante tribunales, por lo que al incorporarse a esta actividad asumen también esa posibilidad. Tales características hacen que el anonimato de estas personas y la falta de confrontación con la defensa del acusado sean altamente gravosos para los derechos del acusado y, por lo mismo, muy difíciles de admitir75. Sin perjuicio de que la integridad, vida o libertad de aquellos merece también la protección del Estado, ésta debiera llevarse a cabo por otros medios o en forma particularmente restringida y propiciando la mayor contradicción entre estos testigos y la defensa del acusado.

 

Del análisis de los artículos 15 a 18 de la ley 18.314 es posible apreciar que esta normativa no contempla disposiciones que aseguren un adecuado balance entre los derechos de los testigos e intervinientes, así como de los intereses asociados a la prevención y el combate al terrorismo, con el derecho del acusado a un debido proceso.


En primer lugar, las mencionadas disposiciones no definen con precisión y claridad las

circunstancias específicas que harían admisible la adopción de las medidas de protección y anonimato de los testigos. Así, el artículo 15 autoriza la adopción de algunas medidas de protección de la identidad de aquellos, por decisión del Ministerio Público, bajo la condición de que éste “estimare, por las circunstancias del caso, que existe un riesgo cierto para la vida o la integridad física de un testigo (…)”. La ley no otorga ninguna directriz acerca de cuáles circunstancias específicamente debieran examinarse para evaluar y decidir si existe tal riesgo cierto, aunque sí establece la posibilidad de solicitar al juez de garantía que revise la decisión adoptada por el Ministerio Público. Sin embargo, el artículo siguiente, que permite al tribunal “decretar la prohibición de revelar, en cualquier forma, la identidad de testigos o peritos protegidos, o los antecedentes que conduzcan a su identificación” no define con precisión las circunstancias que sirven de base para tomar tal determinación, ni consagra explícitamente a su respecto el deber de evaluar la existencia de un riesgo cierto y actual para la vida, la integridad o la libertad de un testigo o sus allegados.

 

Asimismo, ni el artículo 16 ni el 18 establecen o sugieren al juez que la medida de anonimato de testigos es de carácter excepcional. Como se señaló anteriormente, la decisión de permitir a una persona “anónima” prestar prueba testimonial y valorarla como

evidencia debe ser una medida de última ratio, en vista del gran impacto que ello puede

tener sobre los derechos del acusado y de las estrictas condiciones que deben verificarse

para su procedencia76. Los artículos 16 y 18 no prescriben al juez la adopción de medidas menos lesivas cuando éstas puedan ser igualmente efectivas para conseguir el objetivo perseguido.

 

Del mismo modo, tales disposiciones no contemplan algún parámetro para el juez acerca de cuál, de todas las medidas posibles de protección de identidad y formas de prestar declaración, debiera ser decretada en un caso concreto con el objeto de garantizar en la

mayor medida posible los derechos del acusado. En otra palabras, dichos preceptos no

ofrecen una guía para determinar cuáles medidas debieran ser, en principio, preferidas, o

conforme qué condiciones éstas debieran ser intensificadas. No hay mención a los principios de necesidad estricta, proporcionalidad y no discriminación que, de acuerdo al

derecho internacional de derechos humanos, debe regir la aplicación de este tipo de

medidas.

 

A su vez, debe tenerse en cuenta que existen diversas formas a través de las cuales puede protegerse la identidad de un testigo, tales como el uso de maquillaje, distorsión de voz, pantallas o cortinas, sistemas de video conferencia o el uso de otros instrumentos

 


tecnológicos, cuya elección deberá propender no sólo a resguardar la identidad del testigo, sino también a propiciar la mayor posibilidad de impugnación y confrontación entre éste y la defensa del acusado.

 

Una regulación como la contenida en la Ley en comento, no se condice con las exigencias

derivadas del derecho internacional de derechos humanos. Las disposiciones citadas dejan considerable espacio para la actuación discrecional del Estado en un ámbito que puede comprometer gravemente las garantías del imputado. Si la ley no establece criterios claros acerca de las circunstancias que deben verificarse para permitir el anonimato de los testigos y la admisión de su declaración como evidencia válida en juicio, tal facultad podría ser utilizada de manera arbitraria o injustificada y los derechos de los acusados podrían quedar sujetos al parecer de la autoridad judicial o del ministerio público. No puede dejar de enfatizarse que todas estas son medidas que restringen un derecho humano y que corresponde al legislador señalar los parámetros estrictos que delimitan su aplicación por la autoridad judicial u otros agentes del Estado.

Por otro lado, los artículos 15 a 18 tampoco favorecen la implementación, por parte del

tribunal, de las medidas o procedimientos de contrapeso que pueden salvaguardar los

derechos del acusado, así como tampoco excluyen la posibilidad de condenar a un acusado en base a la declaración de testigos anónimos. Adicionalmente, estas disposiciones no contemplan el deber de revisión o de supervisión por parte del juez respecto de la necesidad de mantener o revocar estas medidas de protección de la identidad de los testigos. Uno de los principios que deben regir cualquier forma de afectación de los derechos del imputado y, especialmente, una restricción tan severa como la reserva de identidad de testigos, es el control judicial. Esta supervisión debe materializarse tanto en la etapa de investigación como en el transcurso del juicio. Si bien durante la etapa de investigación el artículo 15 inciso final concede a los intervinientes la facultad de solicitar la revisión de esta medida al juez de garantía, los artículos 16 y 18 no disponen la posibilidad de apelar de la resolución del juez que decreta el secreto de la identidad de los testigos para su incorporación como material probatorio al juicio, ya sea en forma anticipada o durante el desarrollo del mismo.

 

Otra deficiencia de la ley dice relación con el hecho de que el artículo 18 sólo dispone que

el juez deberá comprobar en forma previa la identidad del testigo o perito, en particular

los antecedentes relativos a sus nombres y apellidos, edad, lugar de nacimiento, estado,

profesión, industria o empleo y residencia o domicilio” para efectos de admitir como prueba anticipada la declaración de un testigo bajo reserva de su identidad. Al respecto, es importante precisar que la obligación de efectuar tal comprobación no puede ser equiparada a una medida de investigación de los antecedentes y relaciones del testigo ni a una debida evaluación de la confiabilidad de sus dichos y del carácter actual, cierto y fundado de su temor a sufrir represalias. Una investigación y análisis de este tipo puede considerarse un mecanismo adecuado para contrapesar la afectación de los derechos del acusado, pero no así la mera comprobación de datos personales. Dicha comprobación no permite arrojar luz al tribunal ni a la defensa acerca de la credibilidad del testigo y la existencia de circunstancias de peligro que justifican la adopción de esta medida extrema de protección.

 

Asimismo, es preciso llamar la atención sobre la circunstancia de que el artículo 19 de la

Ley 18.314 permite que las medidas de protección de identidad de los testigos puedan ir

acompañadas, “en caso de ser estrictamente necesario, de medidas complementarias, como


la provisión de los recursos económicos suficientes para el cambio de domicilio u otra que

se estime idónea en función del caso”. Al respecto, cabe señalar que esta posibilidad resulta altamente preocupante desde el punto de vista de los presupuestos de un debido proceso.

 

Aún cuando en principio pueda justificarse, en casos extremos, la implementación de medidas complementarias como el resguardo policial, el cambio de identidad, la  asistencia para cambio de domicilio o de trabajo; la concesión de beneficios económicos para cualquier otro fin resulta altamente objetable. En efecto, la entrega de dinero a un testigo como consecuencia de que éste haya accedido a prestar su declaración en contra del imputado socava los principios que rigen el debido proceso. La provisión de recursos

económicos puede propiciar la manipulación de testimonios y alentar a que los testigos de

cargo concurran por el mero interés de obtener ventajas o movidos por ánimos de venganza o animadversión77, riesgo que se acrecienta bajo el manto del anonimato. En este sentido, el artículo 19 de la Ley en análisis erige un incentivo altamente peligroso y que puede distorsionar el uso de la evidencia testimonial, así como los fines del proceso penal. La posibilidad de que el acusado deba someterse a un juicio (bajo el riesgo de ser condenado a las más altas penalidades) en el que enfrente a testigos anónimos compensados económicamente, reduce a un mínimo inaceptable sus garantías de recibir un juicio justo78.

 

B) Los “medios” o “facilidades” adecuados para la preparación de la defensa y

el secreto de las actuaciones, registros y documentos.

 

 

El artículo 21 de la Ley que fija las conductas terroristas y su penalidad consagra que “Cuando se trate de la investigación de los delitos a que se refiere esta ley, si el Ministerio

Público estimare que existe riesgo para la seguridad de testigos o peritos, podrá disponer

que determinadas actuaciones, registros o documentos sean mantenidos en secreto respecto de uno o más intervinientes, en los términos que dispone el artículo 182 del Código Procesal Penal. El plazo establecido en el inciso tercero de esta última disposición podrá ampliarse hasta por un total de seis meses”. A continuación, la norma  establece sanciones para quienes revelen dicha información.

 


El artículo 182 del Código Procesal Penal79, al que la citada disposición hace referencia,

establece que sólo excepcionalmente las actuaciones, diligencias80 y registros81 de la

investigación podrán ser secretas para el imputado y demás intervinientes. Tal posibilidad

se contempla para efectos de resguardar la eficacia de la investigación y se encuentra

limitada tanto en términos de su duración como en relación al objeto sobre el cual puede

recaer dicha reserva. Sin embargo, el secreto que contempla esta norma se encuentra sujeto a límites absolutos82, ya que no podrá extenderse por más de 40 días y no podrá recaer sobre la “declaración del imputado o cualquier otra actuación en que hubiere intervenido o tenido derecho a intervenir, las actuaciones en las que participare el tribunal, ni los informes evacuados por peritos, respecto del propio imputado o de su defensor”.

El artículo 21 merece observaciones respecto de dos puntos. El primero es que consagra

una excepción que agrava la situación que, de manera ya excepcional, autoriza el artículo


182 del Código Procesal Penal. En efecto, tratándose de la investigación de las conductas fijadas y sancionadas por la Ley 18.314, el Ministerio Público, con el fin de proteger a testigos o peritos, podría ampliar el secreto de partes de la investigación hasta por 6 meses, excediendo con creces el máximo de 40 días permitido por la legislación procesal penal ordinaria. Sin perjuicio de lo señalado en el acápite anterior acerca de las medidas de protección de testigos y peritos y sus efectos tanto en el proceso como en los derechos del acusado, el mencionado artículo 21 debe ser examinado a la luz del derecho de todo imputado a contar con los medios o facilidades adecuados para la preparación de su defensa. Esta garantía se encuentra consagrada tanto en el artículo 8.2 letra c) de la Convención Americana como en el artículo 14.3 letra b)83.

 

De acuerdo a lo señalado por el Comité de Derechos Humanos respecto del alcance de las garantías mínimas del acusado, los medios adecuados para la preparación de su defensa comprenden “el acceso a los documentos y otras pruebas”. Este acceso “debe incluir todos los materiales que la acusación tenga previsto presentar ante el tribunal contra el acusado o que constituyan pruebas de descargo. Se considerarán materiales de descargo no sólo aquellos que establezcan la inocencia sino también otras pruebas que puedan asistir a la defensa […]”84.

 

La posibilidad de acceder a los registros policiales, así como a documentos y actuaciones llevadas a cabo por el órgano encargado de la investigación penal y posterior acusación, resulta gravitante para una adecuada preparación de la defensa del imputado. En efecto, es el acceso a esta información la que permite a la defensa conocer y comentar las observaciones y pruebas presentadas por la acusación. Este derecho es consecuencia del principio de igualdad de armas, consustancial al Debido Proceso, conforme el cual ambas partes del proceso deben contar con las mismas posibilidades de preparar y presentar sus argumentos, así como de oponerse a los de la contraparte en el curso del procedimiento.

 

Es importante destacar que este derecho rige no sólo respecto del juicio mismo, sino desde el inicio del procedimiento, cuando surge el derecho a defensa, esto es, “desde el inicio de las investigaciones que recaen sobre una persona a quien se atribuye una posible participación en un hecho punible”85. En efecto, las actuaciones de investigación

materializadas en registros, documentos u otras diligencias llevadas adelante por el Ministerio Público tienen carácter preparatorio, y constituyen el presupuesto de la acusación que se formulará al imputado. La recolección de este material durante dicha

investigación es la que permitirá fundar o desestimar la acusación y por tanto, es éste el

procedimiento que permite obtener los medios probatorios que, posteriormente, se presentarán en juicio para intentar acreditar la participación y culpabilidad del acusado en

la comisión de uno o más delitos86. A través de la rendición de prueba propiamente tal,

 


dicho material podrá incorporarse al debate público y contradictorio de la audiencia de

juicio.

 

En este sentido, la actividad probatoria no se manifiesta únicamente en su presentación ante la audiencia de juicio, sino que también se hace presente con anterioridad. Las diligencias, actuaciones y registros que practica el Ministerio Público durante la fase de investigación también recaen sobre elementos probatorios. De ahí entonces la trascendencia de permitir a la defensa del imputado conocerlos.

 

La jurisprudencia internacional ha establecido que, por regla general, “las autoridades

encargadas de la persecución tienen el deber de revelar a la defensa todo material probatorio que esté en su poder, ya sea en contra o en favor del imputado”87. Sin embargo, esto no constituye un derecho absoluto, dado que en ciertos procedimientos penales puede ser necesario ponderar distintos intereses legítimos o derechos que entran en conflicto con los derechos del imputado –tales como la protección de testigos o víctimas en peligro, salvaguardar un interés publico o el éxito de la investigación – y que pueden llegar a justificar una restricción al conocimiento de las actuaciones, registros y diligencias realizadas por el Ministerio Público. No obstante, en este ámbito rige el mismo principio señalado precedentemente a propósito del uso de testigos anónimos, conforme el cual cualquier desventaja o dificultad impuesta a la defensa del acusado deberá cumplir con las exigencias de legalidad – lo que comprende también la legalidad internacional88– y de estricta necesidad, así como también deberá ser adecuadamente contrapesada para

salvaguardar los derechos del imputado.

 

El cumplimiento de estas exigencias supone, entre otras cosas, que el secreto de dicho

material sea acotado a las piezas o partes estrictamente necesarias para conseguir el

objetivo de protección de los derechos o intereses legítimos invocados, así como también

que éste podrá extenderse sólo por el tiempo que resulte imprescindible para alcanzar tal

objetivo y siempre que no signifique, en la práctica, conculcar el derecho a defensa.

 

Dado que la complejidad y características de cada caso pueden ser muy variadas, resulta

difícil establecer un criterio temporal en abstracto respecto de la duración del secreto de las actuaciones de la investigación penal que resulta tolerable. Sin embargo, varios elementos deben ser analizados para evaluar la compatibilidad de esta medida con las normas de derecho internacional. Entre ellos, se encuentra el carácter absolutamente excepcional del secreto de las actuaciones y diligencias de investigación respecto del imputado y demás intervinientes del procedimiento. Esto constituye una importante limitación a los derechos de estas personas que, como tal, debe ser siempre interpretada de la manera más restrictiva posible y debe estar sujeta a control judicial. Asimismo, si en atención a las circunstancias del caso concreto, tal medida pudiera cumplir con las exigencias de legalidad, adecuación y estricta necesidad, deberán adoptarse los contrapesos necesarios para salvaguardar de todas

 


formas el derecho a defensa acorde al principio de igualdad de armas. Para efectuar dicha evaluación es relevante también considerar la duración total del procedimiento y los plazos legales máximos establecidos para la investigación preparatoria y para el secreto de alguna de sus actuaciones. Adicionalmente, la detención y posterior prisión preventiva del imputado elevan aún más las exigencias de acceso a esa información, ya que su denegación obstaculiza el control de la legalidad de la detención e impiden cuestionar los fundamentos en base a lo cuales se decreta la prisión preventiva del imputado89.

 

Teniendo lo anterior en consideración, la exorbitante ampliación del plazo para mantener

en secreto las diligencias de investigación -de cuarenta días a seis meses- que contempla la Ley 18.314, es realmente preocupante. Las señales de alerta en torno a esta regulación

derivan no sólo de lo extremadamente prolongada que se torna esta situación excepcional, sino además, del hecho que ella se inserta en procedimientos penales diseñados para ser expeditos, contradictorios, orales y públicos, cuya investigación (formalizada) no debiera extenderse por más de dos años90. Asimismo, no puede perderse de vista que los procedimientos por conductas terroristas tienden a mantener a los imputados en prisión preventiva (por la seriedad del ilícito), lo que hace aún más objetable que, teniendo a imputado bajo esas circunstancias, se permita extender por seis meses el secreto de algunas piezas de la investigación.

 

El segundo punto a comentar respecto del artículo 21 dice relación con el agente estatal  que dicta la orden de reserva. La procedencia de la reserva de diligencias, registros u otros documentos de la investigación debe ser determinada por una autoridad judicial, que evalúe el peligro aducido por el Ministerio Público, pondere los derechos e intereses en conflicto y monitoree la relevancia que tiene dicha información retenida para la defensa a lo largo del procedimiento. La Corte Europea de Derechos Humanos ha sostenido que si tal decisión es adoptada por el propio Ministerio Público y no por el juez, se contravienen las garantías del Debido Proceso91. El escrutinio judicial resulta esencial.

 

Asimismo, es preciso tener en cuenta que el secreto de determinadas partes de la investigación es de particular relevancia cuando el imputado en cuestión es privado de

libertad. Ello se explica en razón de que el conocimiento de las actuaciones, antecedentes, registros u otras diligencias de investigación, es determinante para analizar si se verifican las condiciones de legalidad de su detención92. La revisión de tales elementos permite controlar si en ellos concurren o no los presupuestos que autorizan la detención. Sólo en la

 

 


medida que el abogado del imputado detenido tenga acceso a esa información, podrá

impugnar la legalidad de su detención93.

 

En este mismo sentido se ha pronunciado expresamente la jurisprudencia internacional al

señalar, por ejemplo, que "La Corte reconoce la necesidad de que las investigaciones

penales sean conducidas con eficiencia, lo cual puede implicar que parte de la información recabada durante ella sea mantenida en secreto, con el fin de evitar que los imputados puedan manipular la evidencia y perjudicar la acción de la justicia. Sin embargo, un fin legítimo como éste no puede alcanzarse a costa de sustanciales restricciones a los derechos de la defensa. Por lo tanto, aquella información que resulte esencial para evaluar la legalidad de la detención debe ponerse, de manera adecuada, a disposición del abogado del imputado"94.

 

La detención y posterior prisión preventiva del imputado durante la fase de investigación

del procedimiento penal es un elemento de suma relevancia para efectos de analizar la

procedencia y extensión del secreto de actuaciones y registros del Ministerio Público. En

efecto, tal circunstancia reduce al mínimo las posibilidades de autorizar y mantener esa

reserva, ya que dichas partes de la investigación pueden contener los antecedentes en los que se sustenta la legalidad de la detención o que fundan la decisión de decretar o prolongar una prisión preventiva. Esto ha llevado incluso a considerar que, si en un procedimiento se niega al imputado el conocimiento de esa información recabada por el Ministerio Público, el tribunal no podrá basar su decisión de ordenar o prolongar la prisión preventiva del imputado en dichos antecedentes95.

 

La denegación de esta posibilidad al abogado del imputado importa, como se señaló anteriormente, una afectación a su derecho a contar con los medios o facilidades necesarias para preparar adecuadamente su defensa. En lo inmediato, esto incide directamente en sus posibilidades de cuestionar o impugnar su privación de libertad (la más grave forma de afectación de este derecho), pero con posterioridad, es muy posible que ello impacte también en la etapa de juicio y en la sentencia que adopte finalmente el tribunal. Como ya señalamos, es imprescindible que el acusado cuente con alguna oportunidad adecuada de cuestionar y controvertir las pruebas y argumentos de la acusación. Sin embargo, esto puede volverse impracticable con un secreto prolongado de antecedentes relevantes de la investigación, tales como aquellos que juegan un papel importante en la decisión que adopta del juez respecto de la prisión preventiva del imputado.

 

En un caso contra Alemania, la Corte Europea de Derechos Humanos adoptó este criterio a propósito de la detención, investigación y enjuiciamiento de un hombre acusado de tráfico de drogas96. A su respecto se decretó el secreto de ciertas partes de la investigación. Entre

 


ellas, la declaración de un testigo que lo inculpaba, la cual fue tarjada. Estos antecedentes

fueron considerados por el tribunal para mantenerlo en prisión preventiva. Desde el momento de su detención, la defensa solicitó el acceso a dicha información, lo cual le fue

negado por alrededor de cinco meses. Diez meses después, el imputado fue condenado.

 

La Corte resolvió que Alemania había violado los derechos del imputado, considerando,

entre otras cosas, que las decisiones adoptadas por el tribunal alemán fueron basadas en

gran medida en los antecedentes de la investigación y, especialmente, en aquellas partes

que estuvieron bajo secreto97; que el imputado casi no había tenido posibilidad de cuestionar el relato de los hechos presentado por el Ministerio Público y adoptado por el

tribunal, en vista que no había tenido conocimiento de la evidencia en la que se fundaba;

que la exigencia de proporcionar al imputado una oportunidad adecuada y suficiente de

conocer las declaraciones u otras piezas de la investigación debía cumplirse con prescindencia de si el imputado en cuestión podía explicar la relevancia de aquellas para su defensa98 y que la falta de acceso a esa información había impedido el debido control de la legalidad de su detención99.

 

Eliminar en una etapa del proceso criminal la posibilidad de la defensa y el inculpado de

conocer toda la evidencia que está siendo recogida por el Ministerio Público constituye, por lo tanto, una afectación grave del principio básico del debido proceso, la igualdad de armas.  Esta afectación constituirá una violación del derecho internacional, a menos que se tomen todas las salvaguardas necesarias para proteger al inculpado a través de actuaciones específicas del tribunal. Lo esencial de estas salvaguardas ha llevado al Estatuto de la Corte Penal Internacional - que regula los procedimientos de un tribunal internacional que examina y decide sobre casos de una gravedad extrema, gravedad tanto desde el punto de vista de la cantidad de actos delictivos como de las consecuencias pavorosas que ellos generan – a no permitir que la prueba de carácter confidencial que reúna el Fiscal, sea usada como base de su acusación, sino que sólo autoriza esta prueba para los efectos de que se utilice “únicamente a los efectos de obtener nuevas pruebas”100. En otras palabras, la Corte, cuando acepta limitaciones excepcionales al derecho del imputado, lo hace sólo para facilitar el desarrollo de la investigación y permitir recoger otras pruebas que sí deberán ser puestas en conocimiento de esa defensa de acuerdo a las normas generales. Por último, no hay que olvidar que una tesis que se sostiene en Chile por el Ministerio Público es la de la escasa importancia del anonimato de los testigos, ya que lo que interesa a la defensa para su labor es el contenido de las declaraciones y no la identificación de los testigos anónimos: “el material probatorio relevante será el contenido de la declaración, por los principios de contradicción y adversarialidad que funda el proceso penal”101.

 

Como puede advertirse, el argumento se invoca para fundar la legitimidad del anonimato.

Esto implica que aun en una posición poco garantista, la Fiscalía está dispuesta a conceder


a la develación de las pruebas el carácter esencial que el contenido de las declaraciones de testigos tiene para el cumplimiento de un debido proceso.

 

II. 2. 3. La privación de libertad y las garantías judiciales bajo el procedimiento

establecido en la Ley N ° 18.314

 

A) El derecho del detenido a ser llevado sin demora ante el juez, las garantías del imputado y la extensión del plazo para el control judicial dispuesta por la Ley N° 18.314.

 

 

Si bien las obligaciones internacionales del Estado en materia de Libertad Personal no son objeto de este informe, es pertinente y necesario prestar atención a la regulación excepcional que estatuye la Ley 18.314 respecto del tiempo que un imputado puede permanecer detenido sin control judicial. Una de las principales fuentes de afectación del

derecho a la libertad de los individuos es el proceso penal. De hecho, aunque los tratados

internacionales sobre derechos humanos protegen a las personas de toda forma de privación ilegal o arbitraria de la libertad, sea cual sea su origen, dichos instrumentos regulan con mayor detalle aquellas detenciones o arrestos que se realizan por agentes estatales en el marco de un posible proceso penal.

 

El artículo 7.5 de la Convención Americana reconoce el derecho de toda persona “detenida o retenida” a “ser llevada sin demora ante un juez u otro funcionario autorizado por la ley para ejercer funciones judiciales”. De forma similar lo consagran también el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Europea sobre Derechos Humanos102. El sentido de estas disposiciones es garantizar a la persona que ha sido privada de libertad la existencia de un procedimiento de naturaleza judicial destinado a resguardar que su detención no ha sido ilegal ni arbitraria, lo cual a su vez permite proteger al detenido de eventuales ataques a su integridad física y psíquica. Existe, pues, un verdadero “debido proceso” especial para la privación de libertad que no puede ignorarse al hablar de este derecho humano en los tratados internacionales.

 

El artículo 11 de la Ley que sanciona las conductas terroristas, dispone que “Siempre que

las necesidades de la investigación así lo requieran, a solicitud del fiscal y por resolución

fundada, el juez de garantía podrá ampliar hasta por diez días los plazos para poner al

detenido a su disposición y para formalizar la investigación”.

 

Esta regulación especial introduce una excepción al límite máximo que establece el Código Procesal Penal chileno en esta materia. De acuerdo al artículo 131 inc. 1° la persona detenida por orden judicial debe ser necesariamente llevada ante una autoridad judicial dentro de las 24 horas siguientes al momento de ser aprehendida.103. El artículo 19 N °7 de

 


la Constitución dispone también que dicho plazo podrá ampliarse hasta por 10 días en los

casos en que se investigue la comisión de un delito terrorista. Sin perjuicio de lo anterior, el propósito de esta regla general, común a varios países que establecen 24 o 48 horas como tiempo máximo, es precisamente, reglamentar la garantía del control judicial de la

detención, reconocida en el derecho internacional de derechos humanos.

 

Las normas del “debido proceso” de la privación de libertad deben ser necesariamente

generales y no diferentes para ciertas categorías de personas o de casos. Estas normas,

además, no admiten restricción ni suspensión como otras normas de derechos humanos.104. En consecuencia, el plazo de presentación de un detenido debe ajustarse a la norma general y es preciso evaluar la compatibilidad entre este plazo excepcional de 10 días de privación de libertad sin control judicial y la exigencia de que la persona detenida sea llevada “sin demora”105 ante un juez u otra autoridad que cumpla con las garantías del “juez natural”106. Evidentemente, esta exigencia no debe entenderse de manera literal, al punto de requerir que el detenido sea presentado en forma totalmente inmediata, ya que ello puede llegar a ser materialmente imposible. Como todas las exigencias de plazo para que los agentes estatales realicen actividades dentro del debido proceso, lo que corresponde es apreciar el transcurso del plazo casuísticamente, teniendo en consideración las circunstancias del mismo y teniendo en cuenta que este derecho requiere que las autoridades estatales adopten las provisiones necesarias para que el detenido sea presentado y oído tan pronto como sea posible. Al respecto, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha desarrollado el estándar de que la demora tolerable es “aquella necesaria para preparar el traslado”107. Es decir, dicho tiempo debe ser sólo el que haga falta para conducir al detenido ante el juez, para terminar rápidamente con su custodia o retención policial y determinar, por decisión de la autoridad judicial, si corresponde su liberación (sea o no bajo medidas cautelares no privativas de libertad) o bien, su prisión preventiva. La detención previa al control judicial, como lo dice también allí la Comisión, no tiene naturaleza de medida cautelar y en consecuencia su duración debe ser brevísima.

 

Sin perjuicio de que el tiempo aceptable para conducir al detenido ante el juez u otra autoridad con funciones judiciales, deberá determinarse en cada caso particular y en atención a las características particulares que éste presente108, la interpretación de la

expresión “sin demora” debe ser especialmente estricta. En razón de ello, la jurisprudencia internacional ha considerado que, a pesar de la complejidad y dificultades inherentes a la


investigación de actos terroristas, la latitud con que cuentan las autoridades para aplicar e

interpretar la obligación de llevar al detenido “sin demora” ante el juez, es extremadamente limitada109. Tanto es así, que hasta un lapso de 4 días de detención sin dicho control, aún en el marco de la investigación de delitos terroristas, ha sido considerado excesivo y violatorio de la garantía en análisis110. Estos precedentes han establecido, además, que el hecho incuestionable de que la detención del imputado se encuentre fundada en el legítimo objetivo de proteger a toda la comunidad frente al terrorismo, no constituye justificación suficiente ni exime de asegurar con estricto rigor que el control judicial se produzca “sin demora” .

 

La Corte ha establecido, en su Opinión Consultiva N.o 9, que el debido proceso no puede

suspenderse ni siquiera en situaciones de emergencia, porque aun la emergencia debe

respetar el principio democrático y, por lo tanto, todas las garantías judiciales – que incluyen las normas de sometimiento a la autoridad judicial de la supervisión de la legalidad y no arbitrariedad de la detención - deben mantenerse incólumes en toda situación111. En este sentido, la Corte Interamericana ha estimado que una detención sin

intervención judicial durante 15 días, adoptada bajo un estado de emergencia constitucional, excede de lo estrictamente necesario y contraviene el derecho consagrado en el artículo 7.5 de la Convención Americana. En este caso, el Estado peruano había aplicado a la víctima la Ley de Emergencia de Perú que permitía que las personas presuntamente implicadas en delitos de “traición a la patria” fueran mantenidas en detención hasta por 15 días, sin control judicial112.

 

A la luz de estas consideraciones, la ampliación de la detención sin control judicial de un

imputado presuntamente implicado en la comisión de un delito terrorista a 10 días, conforme la Ley 18.314, no se ajusta, prima facie, a los estándares internacionales en la

materia. De su análisis no se desprende la estricta necesidad de permitir un periodo tan

prolongado en comparación con la experiencia internacional en la lucha contra el terrorismo, ni se entiende porqué tal espacio de tiempo podría ser imprescindible para el

solo efecto de conducir al detenido ante la autoridad judicial.

 

 

B)    La prisión preventiva y la afectación de la presunción de inocencia en el marco de la Ley N ° 18.314.

 

 

En adición a lo recién planteado, existe otro aspecto del derecho a la libertad personal que se encuentra íntimamente relacionado con el derecho a un Debido Proceso y que podría

 


encontrase también comprometido por los procedimientos substanciados bajo Ley 18.314:

la prisión preventiva. La forma en que ésta se regula y aplica por parte de las autoridades

nacionales tiene directas consecuencias en el respeto y garantía de la presunción de inocencia.

 

La prisión preventiva es una medida cautelar de última ratio -por ser la más severa que se

puede aplicar al imputado de un delito- que encuentra entre sus límites el respeto a la presunción de inocencia de todas las personas113. Este límite puede traspasarse, por  una parte, si es que la medida cautelar en cuestión se dispone sin verificar y fundamentar

adecuadamente la concurrencia de las condiciones que autorizan su adopción. De acuerdo a la Convención Americana, la prisión preventiva sólo puede encaminarse a la salvaguarda de fines procesales. Concretamente, sólo tiene cabida si es que existen indicios razonables de que la persona ha participado en el delito que se le imputa y si su prisión preventiva resulta indispensable para evitar que obstaculice el desarrollo de las investigaciones o eluda la acción de la justicia114.

 

Ha habido una tendencia en las legislaciones de esta región a agregar como una causal para justificar la detención la peligrosidad del detenido; ha habido también otra tendencia a tomar en consideración, para la determinación de la razonabilidad del plazo de detención preventiva, la gravedad de la pena a la que estaría condenada la personas si se declarara a firme su condena. Ninguna de estas dos posibilidades se ajusta a la Convención Americana.

 

Con respecto a lo primero, cabe hacer presente que la prisión preventiva tiene como objetivo solamente permitir o no obstaculizar la acción de la justicia. No está establecida

para alejar temporalmente a una persona de la sociedad, tanto porque toda persona debe ser tratada como inocente hasta que sea condenada, como porque una decisión de ese tipo hace referencia a las características psico-sociales de una persona. Consecuentemente, esto requiere no de una mera apreciación del juez sino que de la intervención de profesionales especializados en esas áreas y la decisión que se adopte no puede llevar a que la persona en cuestión permanezca en una prisión, sino que en una institución que pueda efectivamente hacerse cargo del problema.

 

En cuanto a lo segundo, ni siquiera es necesario hacer presente las innumerables posibilidades de arbitrariedad extrema de tomar en consideración esta circunstancia. Todo

abogado o abogada conoce más de una caso en que la pena ha sido menor que el tiempo

que el condenado ha estado detenido preventivamente y la tendencia a decidir el monto de la pena teniendo primero en cuenta cuánto tiempo ha estado ya la persona en prisión. Basta con observar que si se toma en consideración la pena a la que podría ser condenada una persona, se la estaría ya tratando como “presuntamente culpable” y no como “presuntamente inocente”. Bovino señala que “según la percepción generalizada del

 


principio de proporcionalidad, el principio de inocencia sólo sirve para impedir que el

procesado sea tratado peor que el culpable. Sin embargo, ése no es, ni puede ser, su

sentido” 115.

 

La Comisión Interamericana también ha señalado que “debido a que ambos argumentos [el de la seriedad de la infracción y el de severidad de la pena] se inspiran en criterios de

retribución penal, su utilización para justificar una prolongada prisión previa a la condena

produce el efecto de desvirtuar la finalidad de la medida cautelar, convirtiéndola, prácticamente, en un sustituto de la pena privativa de libertad”116. A su vez, “la  expectativa de una pena severa, transcurrido un plazo prolongado de detención, es un

criterio insuficiente para evaluar el riesgo de evasión del detenido. El efecto de amenaza

que para el detenido representa la futura sentencia disminuye si la detención continúa,

acrecentándose la convicción de aquél de haber servido ya una parte de la pena”117.

 

Sin ánimo de profundizar aquí en todos los alcances de la prisión preventiva ni en el tratamiento que ésta recibe en Chile, es conveniente llamar la atención sobre algunos

riesgos que pueden verse incrementados en la substanciación de los procedimientos

seguidos bajo la Ley 18.314.

 

De acuerdo al Código Procesal Penal, la prisión preventiva procede en aquellos casos en

que se acreditaren ciertos requisitos específicos, señalados en el artículo 140 del mismo

cuerpo legal. Estos últimos tienen como presupuesto mínimo la existencia de indicios

suficientes sobre la ocurrencia del delito y sobre la participación del imputado. Sumado a

estas circunstancias, el Fiscal o el querellante deberán acreditar que la prisión preventiva

del imputado es indispensable para evitar la concreción de al menos uno de tres riesgos: la obstaculización de diligencias de investigación, el peligro de fuga y el peligro para la

seguridad de la sociedad. Como es de observar, sólo las dos primeras se condicen con los riesgos procesales tradicionalmente aceptados por el Sistema Interamericano de protección de los derechos humanos para la procedencia excepcional de la prisión preventiva.

 

Sin perjuicio de lo anterior, la relevancia de que la prisión preventiva pueda decretarse en

virtud que el imputado, supuestamente, representa un peligro para la sociedad, radica en los factores que el legislador indica al juez que tenga en cuenta para estos efectos. Señala que “el tribunal deberá considerar especialmente alguna de las siguientes circunstancias: la gravedad de la pena asignada al delito […]”. Tras mencionar otras tres circunstancias, agrega que “se entenderá especialmente que la libertad del imputado constituye un peligro para la seguridad de la sociedad, cuando los delitos imputados tengan asignada pena de crimen en la ley que los consagra […]”118.

 


Esto implica que, tratándose de las personas que sean imputadas por conductas terroristas, la prisión preventiva podrá convertirse, fácilmente, en la regla general, de modo que los imputados por estos delitos tienen altas probabilidades de esperar los resultados del juicio privados de libertad. Esto es consecuencia directa de las altas penalidades con que se sancionan las conductas terroristas y de la significativa prioridad que el legislador (y consecuentemente, el juez) otorga a la severidad de la pena asignada al delito imputado y a la seriedad de este último, a la hora de evaluar la imposición de la medida cautelar en comento. La preeminencia de aquel elemento, por cierto, ha sido reforzada por la suerte de presunción legal que introdujo la reforma legislativa de 2008, al establecer que “se entenderá especialmente que la libertad del imputado constituye un peligro para la seguridad de la sociedad, cuando los delitos imputados tengan asignada pena de crimen en la ley que los consagra”.

 

La utilización preferente de la prisión preventiva en estos delitos se ve reforzada por el

propio texto de la Ley 18.314 que, tratándose de las medidas cautelares personales, sólo se refiere a la prisión preventiva y a un conjunto de medidas adicionales a la misma119.

 

Siendo éste un primer aspecto preocupante, el siguiente es, justamente, lo que ocurre con la prolongación de la prisión preventiva. Como se explicó anteriormente, existe un claro

riesgo de que los imputados por estos delitos pasen la mayor parte del procedimiento

privados de libertad, pudiendo vulnerarse su presunción de inocencia si aquella condición

se prolonga, efectivamente, más allá del tiempo razonable o estrictamente necesario. Como es de suponer, deberá observarse lo que ocurre en cada caso concreto para determinar si se produce la materialización de esta infracción a los derechos del imputado.

 

 

II. 3. Examen de la aplicación de la ley 18.314 a miembros del pueblo mapuche: algunos aspectos problemáticos desde la perspectiva del derecho internacional de

derechos humanos.

 

 

II. 3.1. Consideraciones generales

 

En el acápite anterior, se determinó que la Ley 18.314 adolece de importantes falencias

desde el punto de vista del derecho internacional de derechos humanos, principalmente, en relación a las exigencias derivadas del derecho al debido proceso y sus implicancias en materia de libertad personal. Sin duda, estas deficiencias se traducen en serios perjuicios para los derechos fundamentales de cualquier acusado que sea sometido a un procedimiento de persecución penal bajo dicha legislación. No obstante ello, es de público conocimiento que, en los últimos años, dicha persecución ha recaído fundamentalmente en personas

 


pertenecientes a la comunidad indígena mapuche, en el marco de un contexto de protesta

social creciente por demandas irresueltas de “tierras ancestrales”.

 

Esta situación, además de representar el mayor foco de “combate al terrorismo” por parte

del Estado de Chile en el último tiempo, presenta varias particularidades que hacen necesario su examen. Asimismo, a través de éste será posible constatar cómo  efectivamente la aplicación de esta ley conlleva la materialización de algunos de los peligros observados en el acápite anterior y la subsecuente vulneración de derechos.

 

Previo a adentrarnos en esto, es conveniente aclarar qué sentido puede tener referirse a la aplicación que recibe esta legislación, habiéndose ya advertido que ésta puede considerarse incompatible con los estándares internacionales en materia de derechos humanos. El análisis sobre el uso práctico de esta ley es relevante en la medida que los jueces y demás profesionales que intervienen en la administración de justicia tienen el deber de desempeñar su labor conforme a las normas internacionales que vinculan al Estado chileno, aún si el marco legal vigente apunta en otra dirección. Esto se deriva del hecho que los tratados internacionales sobre derechos humanos comprometen la actuación de todas las autoridades y poderes del Estado.

 

La Corte Interamericana ha sido enfática a este respecto: “Este Tribunal ha establecido en

su jurisprudencia que es consciente que las autoridades internas están sujetas al imperio

de la ley y, por ello, están obligadas a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento jurídico120. Pero cuando un Estado es parte de un tratado internacional

como la Convención Americana, todos sus órganos, incluidos sus jueces, también están

sometidos a aquel, lo cual les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la

Convención no se vean mermados por la aplicación de normas contrarias a su objeto y fin. El Poder Judicial debe ejercer un ‘control de convencionalidad’ ex officio entre las normas internas y la Convención Americana, evidentemente en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales correspondientes. En esta tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana”121.

 

Un primer aspecto preocupante de la aplicación que ha recibido la Ley N ° 18.314 dice

relación con su impacto claro e identificable en un sector específico de la sociedad. En

efecto, como se enunció precedentemente, en los últimos años la persecución penal por

conductas terroristas ha recaído principalmente sobre miembros del pueblo mapuche. Tanto la comunidad nacional como internacional han reconocido que el contexto que ha dado origen a estos procedimientos corresponde a un complejo proceso de legítimas reclamaciones territoriales de larga data, por parte de dichas comunidades indígenas. En

algunos casos, las reivindicaciones de estos últimos han comprendido acciones violentas,

 


a  través de incendios a bienes muebles e inmuebles de propiedad de los actuales dueños de las tierras reclamadas. Algunas de estas acciones han sido perseguidas y sancionadas

mediante la aplicación de la Ley N ° 18.314.

 

Ciertamente, la calificación terrorista de los ataques a la propiedad perpetrados por comuneros mapuche, ha sido posible porque así lo permite la Ley N ° 18.314, siendo éste

un primer gran problema. Genera dudas la tipificación como conducta terrorista – una de

las formas más severamente castigadas en el derecho penal por los efectos devastadores que dichas conductas pueden causar- de comportamientos respecto de los cuales realmente se discute si podrían ser calificados como terrorismo. La tipicidad de esta normativa presenta también serias dudas de compatibilidad con los artículos 9 de la Convención Americana y 15 el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, por la ambigüedad de la descripción. Si bien este informe no pretende desarrollar este punto, es conveniente y necesario tenerlo en cuenta para efectos de comprender la imperiosa necesidad de ser absolutamente rigurosos con los resguardos procesales destinados a disminuir los riesgos de arbitrariedad que pueden producirse a raíz de estas dos circunstancias.

 

La aplicación recurrente o preferente de esta ley sobre miembros de las comunidades

mapuche no puede tampoco ser indiferente desde el punto de vista del cumplimiento de las obligaciones internacionales en materia de derechos humanos. No debe olvidarse que, en el pasado, la ley en comento fue aplicada, principalmente, respecto de un segmento específico de la población, para la represión de quienes formaban parte de grupos de oposición política122. Ello fue también posible por la ambigüedad del tipo penal de las conductas definidas como terroristas.

 

El uso de legislación penal de emergencia o de extrema gravedad -asociado normalmente a procedimientos excepcionales que amplían las facultades de persecución e investigación, en desmedro de las garantías del imputado- para efectos de reprimir o disuadir las acciones violentas y no violentas de un determinado grupo, no es algo exclusivo de la historia de Chile ni es novedoso en Latinoamérica123. Por lo mismo, los sistemas internacionales de protección de los derechos humanos suelen observar con preocupación las políticas


criminales que, facilitadas por definiciones amplias o vagas de terrorismo, tienden a recaer sobre determinados colectivos o sectores de la población124.

 

La utilización selectiva de las expresiones más severas del Jus Puniendi ponen en entredicho el derecho a la igualdad y la prohibición de discriminación, así como el principio de responsabilidad penal individual, cuestión que ha sido especialmente recalcada por los órganos de protección internacional a propósito de las medidas estatales de combate al terrorismo. En casos no similares, pero sí comparables en cuanto a su ratio decidendi, la Corte Interamericana ha señalado que cuando se persigue y detiene en forma colectiva a ciertos grupos, sin una adecuada individualización de las conductas punibles, se infringe tanto la presunción de inocencia de estas personas como la prohibición de discriminación125.

 

Por ejemplo, en países como India, es posible apreciar que una serie de leyes contra el

terrorismo fueron dictadas de cara a un contexto de mayor conflictividad social y política

en ciertos sectores del país y que tales leyes fueron diseñadas con una gran amplitud en la definición de las conductas punibles. El uso de esta legislación muestra que algunos

Estados como Jharkhand, utilizaban frecuentemente esta normativa, a pesar de que los

incidentes “terroristas” en esa zona eran considerablemente más aislados que los que se

registraban en otras localidades, como Jammu, Cachemira o Punjab. Las estadísticas

muestran, además, que estas “leyes antiterroristas” fueron aplicadas en forma discriminatoria contra Dalits, miembros de las castas bajas, comunidades tribales y minorías religiosas126. En el ámbito del Sistema Interamericano, los casos sobre procesos penales por “Terrorismo” y “Traición a la Patria” en Perú127, así como los relativos a detenciones colectivas y programadas en otros países de la región, arrojan también algunas luces sobre esta problemática.

 

De acuerdo al derecho internacional de derechos humanos, la discriminación puede

manifestarse no sólo en forma directa, sino también a través de los efectos prácticos

 


derivados de la aplicación de determinadas medidas o leyes aparentemente neutrales,

cuando ellas impactan de manera desproporcionada y perjudicialmente sobre un determinado grupo de personas128. Este peligro también puede producirse en el ámbito de la persecución penal, lo cual puede conducir a una estigmatización de ciertos sectores y a una merma importante en el goce de sus derechos. Esto ha sido objeto de preocupación del propio Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de Naciones Unidas, que ha llamado la atención de los Estados respecto de “los efectos discriminatorios indirectos que pueden tener ciertas legislaciones nacionales, particularmente las leyes relativas al terrorismo, la inmigración, la nacionalidad, las penas que prevén la prohibición de entrada o la expulsión del territorio nacional contra no nacionales [entre otras]”129 y en vista de ello, ha dispuesto que “Los Estados deberían tratar de eliminar los efectos discriminatorios de esas leyes y respetar en todo caso el principio de proporcionalidad en su aplicación con respecto a las personas pertenecientes a los grupos contemplados en el último párrafo del preámbulo”130.

 

Parte importante de los efectos discriminatorios y de los riesgos de estigmatización aquí

mencionados, pueden advertirse en la aplicación de la Ley N ° 18.314 respecto de las

personas pertenecientes a comunidades mapuche. La tendencia a utilizar esta ley para

sancionar los ilícitos cometidos por aquellas en el marco de un movimiento colectivo de

reivindicación de tierras ancestrales, presenta a dichas comunidades como las principales

fuentes de acciones terroristas. Tal situación tiene directas consecuencias en el goce de los derechos de estas personas, no sólo porque quienes efectivamente enfrentan un proceso penal fundado en la Ley N ° 18.314 ven disminuidas sus garantías fundamentales y son expuestos al cumplimiento de condenas extremadamente severas, sino también por el menoscabo inherente a la estigmatización.

 

El hecho de que dichas consecuencias impacten mayoritariamente en una parte específica de la población, como son las comunidades mapuche, revela que existe un problema tanto en la ley como en su aplicación. Esta situación no se condice con la normativa internacional en materia de derechos humanos, menos aún cuando dicho sector de la población se caracteriza por encontrarse en graves condiciones de vulnerabilidad. Diversos mecanismos

 


de protección internacional de Derechos Humanos131 han alertado al Estado chileno a este respecto.

 

Es preciso tener en consideración que los tratados internacionales de los que Chile es parte obligan al Estado a respetar y garantizar el goce de los derechos humanos sin discriminación. Para cumplir este deber se requiere, en general, emprender las acciones que sean necesarias para asegurar que todas las personas sujetas a la jurisdicción del Estado estén en condiciones de ejercer y gozar estos derechos, tarea que corresponderá a los órganos ejecutivo, legilativo o judicial. Si se parte del hecho de la existencia de una

obligación de garantizar el goce de los derechos humanos a todos y todas, sin dicriminación, diversas acciones se hacen imperativas .

 

Para llevar a cabo estas acciones se debe detrminar, en primer lugar, el alcance y  contenido de los derechos humanos que deben protegerse. Sobre esta materia existen claras normas de interpretación contenidas en la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados132. Ellas prescriben que las disposiciones de los tratados deben interpretarse de buena fe, atendiendo al sentido ordinario de los términos, considerando el contexto y su objeto y propósito. Como el objeto y propósito de los tratados sobre derechos humanos es la protección sin discriminación de estos derechos que pertenecen a todos los seres humanos, es preciso que los Estados atiendan a las diversas condiciones en que ellos pueden encontrarse. Cuando los titulares de los derechos son miembros de una comunidad indígena, el sistema interamericano –así como otros sistemas de protección internacionalhan puesto de relieve la necesidad de dar una especial preponderancia al deber de hacer una interpretación diferenciada y específica de sus derechos, especialmente, de los derechos a la vida, a la participación política, a la autodeterminación, al reconocimiento de la personalidad jurídica, a la igualdad y no discriminación, al acceso a la justicia y a la propiedad de las comunidades indígenas, puesto que muchos de estos derechos se gozan esencialmente a través de una vida colectiva, lo que da a los derechos una dimensión también colectiva que no es posible desconocer. La Corte Interamericana ha sostenido reiteradamente respecto de los derechos de los miembros de comunidades indígenas que “es indispensable que los Estados otorguen una protección efectiva que tome en cuenta sus

 


particularidades propias, sus características económicas y sociales, […] su derecho consuetudinario, valores, usos y costumbres”133.

 

La Corte Interamericana ha reconocido este modo de interpretar los derechos humanos en relación al derecho de propiedad, consagrado en el artículo 21 de la Convención Americana, en la primera sentencia sobre el derecho a las tierras de los indígenas, en el

caso de la Comunidad Myagna (SUMO) Awas Tingni vs. Nicaragua134. Este fallo es relevante porque constituye el comienzo del precedente conforme al cual se han dictado

todas las sentencias que la Corte ha pronunciado sobre el tema.135 Allí la Corte utilizó el

elemento histórico proveniente de lo que en derecho interno se suele denominar “la historia de la ley”, citando los trabajos preparatorios de la Convención Americana sobre Derechos Humanos donde consta que “se reemplazó la frase “[t]oda persona tiene el derecho a la propiedad privada, pero la ley puede subordinar su uso y goce al interés público” por la de “[t]oda persona tiene derecho al uso y goce de sus bienes. La Ley puede subordinar tal uso y goce al interés social”136. La Corte sostuvo que este cambio recogía la noción de que la Convención no protege solamente el concepto tradicional de propiedad privada individual, sino que uno más amplio. Utilizando otros diversos argumentos, la Corte llega a la conclusión de que “el artículo 21 de la Convención protege el derecho a la propiedad en un sentido que comprende, entre otros, los derechos de los miembros de las comunidades indígenas en el marco de la propiedad comunal…”. El principal objetivo de este concepto amplio de propiedad era interpretar el derecho de modo que protegiera la relación que los indígenas tienen - y a esto no está ajeno el pueblo mapuche –con la tierra, que es diferente de la de los miembros de pueblos no indígenas. En la sentencia más reciente sobre este punto, la Corte hizo un recuento de las obligaciones del Estado que derivaban del derecho del artículo 21 de la Convención, afirmando que: “1) la posesión tradicional de los indígenas sobre sus tierras tiene efectos equivalentes al título de pleno dominio que otorga el Estado; 2) la posesión tradicional otorga a los indígenas el derecho a exigir el reconocimiento oficial de propiedad y su registro; 3) el Estado debe delimitar, demarcar y otorgar título colectivo de las tierras a los miembros de las comunidades indígenas; 4) los miembros de los pueblos indígenas que por causas ajenas a su voluntad han salido o perdido la posesión de sus tierras tradicionales mantienen el derecho de propiedad sobre las mismas, aún a falta de título legal, salvo cuando las tierras hayan sido legítimamente trasladadas a terceros de buena fe, y 5) los miembros de los pueblos indígenas que involuntariamente han perdido la posesión de sus tierras, y éstas han sido trasladadas legítimamente a terceros inocentes, tienen el derecho de recuperarlas o a obtener otras tierras de igual extensión y calidad” 137. Evidentemente, la ley nacional que regule el

 


derecho de propiedad – y las normas y prácticas que se deriven de ella– deben reflejar el

deber estatal de proteger la propiedad indígena, so pena de violar el derecho internacional.

 

Este modo de dar contenido y alcance al derecho de propiedad debe aplicarse respecto de todos los otros derechos humanos: en los casos que afecten a los miembros de las

comunidades indígenas la interpretación debe incorporar la perspectiva indígena138. Por

otra parte, el derecho de propiedad indígena tiene una importancia gravitante para la satisfacción de los restantes derechos de las comunidades indígenas, dado que el nexo con sus tierras ancestrales compromete su supervivencia física y cultural139 El otro aspecto que debe ser considerado para el cumplimento de la obligación de garantizar el goce de los derechos humanos sin discriminación se refiere a las necesidades adicionales que tienen algunos grupos de personas que se encuentran en situación de vulnerabilidad, lo que hace necesario formas específicas de garantía. De acuerdo a lo señalado por la Corte Interamericana, “toda persona que se encuentre en una situación de vulnerabilidad es titular de una protección especial, en razón de los deberes especiales cuyo cumplimiento por parte del Estado es necesario para satisfacer las obligaciones generales de respeto y garantía de los derechos humanos […] No basta que los Estados se abstengan de violar los derechos, sino que es imperativa la adopción de medidas positivas, determinables en función de las particulares necesidades de protección del sujeto de derecho, ya sea por su condición personal o por la situación específica en que se encuentre”140. Es claro que los pueblos indígenas, incluyendo al pueblo mapuche, han

estado históricamente en esa situación de desventaja, que ha traído como consecuencia una profunda discriminación que debe ser combatida con medidas positivas141.

 

Entre varios otros, un ámbito en el que destaca el deber estatal de adoptar medidas para

garantizar o proteger efectivamente los derechos de los miembros de comunidades indígenas es el del sistema de justicia, dado que aquellos suelen enfrentar serios obstáculos para acceder a la tutela judicial de sus derechos, que impactan en la posibilidad de estas

 


personas de acudir a los tribunales, de comprender y participar en un proceso, así como en la disponibilidad de un servicio de calidad y exento de prejuicios o sesgos discriminatorios, y en la oportunidad de sostener la tramitación de un caso142. En palabras de la Corte Interamericana,“conforme al principio de no discriminación consagrado en el artículo 1.1 de la Convención Americana, para garantizar el acceso a la justicia de los miembros de comunidades indígenas, es indispensable que los Estados otorguen una protección efectiva que tome en cuenta sus particularidades”143.

 

Las dificultades que suelen enfrentar estas personas en la esfera de la administración de

justicia, derivan tanto de las características étnicas-culturales de estas comunidades, como de las condiciones de exclusión y pobreza provocadas por las variadas y sistemáticas formas de discriminación que padecen las poblaciones indígenas. En vista de esto, el derecho internacional de derechos humanos prescribe a los Estados, por una parte, tener en consideración estas circunstancias con el objeto de dispensar los medios materiales y jurídicos que sean necesarios y adecuados -tales como el acercamiento de la

institucionalidad a sus comunidades, la prestación de asistencia jurídica especializada y de intérpretes o facilitadores culturales, la regulación de procedimientos expeditos y eficaces para la recuperación de sus tierras, entre otras- para asegurar a estas personas un acceso igualitario a la justicia, a recursos efectivos y a un debido proceso legal para la resolución de sus conflictos y la determinación de sus derechos. Por otro lado, se requiere también que la aplicación de la ley respecto de indígenas se realice teniendo en cuenta sus costumbres o normas consuetudinarias, y respetando sus métodos tradicionales de represión de los ilícitos, siempre que ello sea compatible con el sistema jurídico nacional y con los derechos humanos144. Evidentemente, en materia penal, el desequilibrio de poder inherente a la condición de imputado puede verse agudizado cuando es una persona indígena la que se encuentra en dicha posición, debiendo extremarse las medidas positivas que le procuren una defensa efectiva y un debido proceso.

 

Cabe destacar que lo anterior ha sido expresamente reconocido por los máximos exponentes de los sistemas de justicia de nuestra región, mediante la aprobación de las “100 Reglas de Brasilia sobre acceso a la justicia de personas en condición de

 


vulnerabilidad”145. Este conjunto de reglas considera la pertenencia a una comunidad

indígena como una causa de vulnerabilidad y establece una serie de pautas en materia de

procedimiento, organización y actuaciones judiciales, con el objeto de que estas personas reciban un tratamiento acorde a dicha condición y la tutela judicial de sus derechos sea realmente posible. De acuerdo a estas reglas, “[…] Se promoverán las condiciones destinadas a posibilitar que las personas y los pueblos indígenas puedan ejercitar con plenitud tales derechos ante dicho sistema de justicia, sin discriminación alguna que pueda fundarse en su origen o identidad indígenas. Los poderes judiciales asegurarán que el trato que reciban por parte de los órganos de la administración de justicia estatal sea respetuoso con su dignidad, lengua y tradiciones culturales. Todo ello sin perjuicio de lo dispuesto en la Regla 48 sobre las formas de resolución de conflictos propios de los pueblos indígenas, propiciando su armonización con el sistema de administración de justicia estatal”146.

 

 

II. 3. 2. Observaciones sobre casos de aplicación de la Ley N ° 18.314

 

 

A continuación, se revisarán a modo ejemplar dos casos de aplicación de la Ley N°18.314, con el objeto de evaluar la substanciación de los procedimientos penales a la luz de los estándares del derecho internacional de derechos humanos, respecto de las garantías judiciales de los inculpados. Ambos casos se insertan en el contexto de conflictividad social derivado de las demandas irresueltas de comunidades mapuche sobre sus territorios ancestrales en el sur del país. Asimismo, en ambos se imputó la comisión de conductas terroristas vinculadas a la quema de predios, a personas que integran y lideran estas  comunidades. Las dos sentencias condenatorias fueron dictadas por el Tribunal Oral en lo Penal de Angol en el transcurso de esta última década. Estos dos casos ejemplifican la ambigüedad de la descripción del tipo penal de terrorismo y la amplia discrecionalidad que deja a los agentes judiciales para decidir cada caso. Es evidente que, en principio, cada caso es único y que no se puede reemplazar teóricamente la decisión de un tribunal con la mera comparación de los resultados finales de otro caso. Sin embargo, algún tipo de comparación es permisible. La existencia de procedimientos y resultados muy diversos, respecto de dos casos con un amplio espectro de similitudes fácticas y de contexto, suscitan preocupación desde el punto de vista del derecho internacional de derechos humanos.

 

El primer caso, además, es ilustrativo de los problemas claros de incompatibilidad con las

obligaciones internacionales de Chile, por la aplicación de una ley contra el terrorismo que

carece de resguardos procesales indispensables para la salvaguarda de los imputados.

 

El primer caso es el de Pascual Pichún y Aniceto Norín (sentencia condenatoria de 27 de

septiembre de 2003 y rechazo del recurso de nulidad por parte de la Corte Suprema de

Justicia de 15 de diciembre de 2003)

 


Con fecha 27 de septiembre de 2003 el Tribunal Oral en lo Penal de Angol dictó sentencia    condenatoria en contra de los Sres. Pascual Huentequeo Pichún Paillalao y Segundo Aniceto Norín Catriman, Lonkos mapuche, como autores de los delitos de amenazas terroristas, en perjuicio del administrador y dueños del Fundo Nancahue y de los propietarios del predio San Gregorio, respectivamente. El tribunal no dio por acreditada la comisión del delito de incendio terrorista del que se les acusaba, pero sí adquirió la convicción de que eran responsables de la realización de amenazas terroristas. En tal calidad, fueron sentenciados a cumplir una condena de 5 años y un día de presidio mayor en su grado mínimo, así como a la inhabilitación de cargos, oficios públicos y derechos políticos, a la inhabilitación absoluta para profesiones titulares mientras durante la condena y al pago de las costas del juicio.

 

Del análisis de esta sentencia condenatoria, llama poderosamente la atención que las primeras consideraciones invocadas por el tribunal para dar cuenta de la participación de los inculpados como autores de los delitos de amenazas terroristas, sugieren una suerte de inversión de la presunción de inocencia. El tribunal plantea que la existencia de situaciones previas, de características similares a los hechos imputados en este caso, y enmarcadas en un contexto de reivindicaciones territoriales del pueblo mapuche mediante actos de violencia, harían plausible pensar que los actos materia de juicio serían atribuibles a miembros de las comunidades mapuche. Esta apreciación es manifestada por el Tribunal en los siguientes términos: “No se encuentra suficientemente acreditado que estos hechos fueron provocados por personas extrañas a las comunidades mapuches, debido a que obedecen al propósito de crear un clima de total hostigamiento a los propietarios del sector, con el objeto de infundirles temor y lograr así que accedan a sus demandas, y que responsan a una lógica relacionada con la llamada ‘problemática mapuche’, porque sus autores conocían las áreas reclamadas o por el hecho de que ninguna comunidad o propiedad mapuche ha resultado perjudicada”147.

 

Este planteamiento pone en jaque la presunción de inocencia y el principio de igualdad, en la medida en que propone la necesidad de demostrar que los actos materia de juicio no fueron cometidos por personas pertenecientes a comunidades mapuche, como los

imputados. El principio de inocencia supone precisamente lo contrario: nadie debe acreditar su inocencia. El principio de igualdad, por su parte, requiere que la persecución penal no se sirva de consideraciones relativas a las características o condiciones de un grupo, que lleven a ejercerla preferentemente sobre sus miembros; por el contrario, este derecho requiere que dicha persecución se apegue estrictamente a la individualización de las conductas punibles y procure aminorar el efecto de posibles estigmatizaciones.

 

Por otra parte, cabe destacar que en este procedimiento se permitió y valoró la prueba de

testigos con identidad protegida, en conformidad con los artículos 15 y 16 de la Ley N°18.314. Más aún, es interesante observar que, de acuerdo a la apreciación del propio Tribunal Oral, sólo la declaración del testigo protegido N °1 inculpaba “en forma directa” al Sr. Pichún, a lo cual “se agrega el conocimiento indirecto que tuvieron” los restantes testigos -que correspondían a víctimas y familiares del acusador particular- quienes “por el

 


dicho de sus trabajadores tomaron conocimiento de estas amenazas”148. A lo anterior, el Tribunal agregó la valoración de una carta firmada por el Sr. Pichún, sin fecha de expedición, que contendría una amenaza encubierta, así como la deposición de un quinto testigo, quien aseveró que la Coordinadora Arauco Malleco, a la que pertenecía el inculpado, era una organización de carácter terrorista.

 

Sin perjuicio de que no es posible para el lector de este fallo saber si la declaración del

testigo anónimo N ° 1 fue decisiva para la condena del inculpado, resulta especialmente

relevante atender a la revisión que sobre dicha sentencia efectuara la Corte Suprema de

Justicia, a raíz del recurso de nulidad interpuesto por la defensa de los condenados149. En efecto, mediante dicho recurso, es posible materializar el debido control respecto de la

racional libertad de convicción del Tribunal Oral150, así como la observancia de los derechos y garantías fundamentales tanto en el transcurso del procedimiento como en la

dictación de sentencia definitiva151. Lamentablemente, la argumentación que ofrece el

máximo tribunal para justificar la admisión y valoración de la prueba ofrecida por testigos

“secretos” es ciertamente precaria y no propicia un adecuado control de la observancia de

las garantías fundamentales a lo largo del proceso que condujo a la sentencia objetada.

En efecto, la Corte se limita a señalar que “En cuanto a la identidad reservada del testigo, que según los recurrentes afecta el debido proceso y el principio de igualdad ante la ley, cabe expresar que lo que se reclama ha sido autorizado por el legislador en los artículos 15 y 16 de la Ley 18.314 dada la peligrosidad que lleva envuelta el delito terrorista”.

 

El hecho de que la Ley N ° 18.314 admita la intervención de testigos con identidad protegida es sólo un elemento a considerar, que en sí mismo resulta insuficiente para justificar tanto su admisión como valoración por parte del tribunal. En primer lugar, porque las leyes pueden estar en contradicción con el objeto y fin de los tratados internacionales

sobre derechos humanos. En este sentido, basta considerar que respecto del Estado  chileno se ha recalcado que ni la aplicación de censura ni la de amnistía de crímenes de lesa humanidad puede justificarse por el hecho de que tales figuras se encuentren consagradas en una ley o en la propia Constitución152. Por tanto, una consideración de ese tipo no es más que una constatación formal.

 


En segundo lugar, mediante semejante apreciación, el máximo tribunal omitió todo examen acerca del cumplimiento de los requisitos y circunstancias necesarias para utilizar, en el caso sub lite, el mecanismo de protección de testigos más extremo y lesivo para los derechos del acusado. No consideró, por ejemplo, si se hizo una adecuada verificación acerca de la concurrencia de un peligro particularizado, cierto, serio y actual de que dichos testigos o sus allegados fueran víctima de algún ataque a su vida, integridad o libertad. La Corte tampoco se refirió a la estricta necesidad de utilizar este sistema, de cara a la disponibilidad de otras medidas de protección, ni analizó de qué forma se habrían contrapesado las desventajas impuestas a la defensa de los inculpados como consecuencia del total desconocimiento de la identidad de los testigos. Por último, la Corte no evaluó el peso atribuido a dicha prueba por parte del Tribunal Oral, para cautelar que dicha evidencia no jugara un papel decisivo en la condena de los inculpados, posibilidad que contraviene, bajo cualquier circunstancia, el derecho del acusado a un Debido Proceso.

 

Por su parte, cabe precisar que la sola gravedad del delito imputado resulta irrelevante a

efectos de justificar el uso y valoración de testigos de identidad reservada. “La peligrosidad que lleva envuelta el delito terrorista” nada aporta a la configuración de los estrictos requisitos que deben reunirse en un caso concreto para aceptar la declaración de testigos “secretos”. De lo contrario, si la mera consagración legal y el peligro o gravedad inherente al delito de terrorismo fueran razones suficientes para admitir la utilización de testigos de identidad protegida, podría arribarse a la paradójica conclusión de que, en todo procedimiento substanciado bajo la Ley N °18.314 y, cualquiera sean las circunstancias, la parte acusadora podría servirse de un número ilimitado de testigos “anónimos” y el tribunal podría fundar en ellos su convicción acerca de la culpabilidad del acusado en cuestión.

 

En vista de lo explicado en los acápites anteriores, es evidente que semejante interpretación contraviene abiertamente tanto la Constitución como los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Chile.

 

El segundo caso es el de José Belisario Llanquileo Antileo (sentencia condenatoria de 14 de febrero de 2007), relativo al incendio del Fundo “Poluco Pidenco” y respecto del cual el

Ministerio Público invocó el mismo texto legal y contextos de hecho muy similares al del

caso de los Lonkos. Sin embargo, este segundo caso muestra, por el contrario, que era

posible llevar adelante un proceso distinto al de los Lonkos y condenar al inculpado sobre

la base de un tipo penal común, no terrorista.

 

El 14 de febrero de 2007 el Tribunal Oral de Angol dictó sentencia condenatoria en contra

del Sr. José Belisario Llanquileo Antileo, por su participación en el incendio intencional del

fundo “Poluco Pidenco”, de propiedad de la Forestal Mininco S.A, acaecido el día 19 de

diciembre del año 2001. El Ministerio Público solicitó la calificación y sanción de esta conducta como delito terrorista, en conformidad a la Ley N °18.314, pretensión que no fue

acogida por el Tribunal. En lugar de ello, este último estimó que la conducta en cuestión se enmarcaba en el tipo de incendio consagrado en el artículo 476 número 3 del Código Penal. En razón de esto, el Tribunal condenó al Sr. Llanquileo, como autor del delito de incendio, a la pena de cinco años y un día de presidio mayor en su grado mínimo, a las accesorias de inhabilitación absoluta y perpetua para cargos y oficios públicos y derechos políticos, así

 


como a la inhabilitación para profesiones titulares mientras dure la condena. En este juicio

no intervinieron testigos de identidad protegida.

 

Un primer aspecto a destacar en esta sentencia es que, habiéndose acreditado la participación del imputado en el incendio del Fundo Poluco Pidenco, en el marco de las

acciones de protesta emprendidas por las comunidades mapuche por la reclamación de sus territorios tradicionales, el Tribunal Oral decidió rechazar la aplicación de la Ley N° 18.314 y el supuesto carácter terrorista de dicho ilícito.

 

Al respecto, dicho tribunal señaló “Que los hechos establecidos […] se califican jurídicamente como delito de incendio calificado, previsto y sancionado en el artículo 476

N °3 del Código Penal, en grado de consumado […] Se trata de un incendio calificado en

atención al peligro que importa para las personas, puesto que la penalidad que se impone

lleva envuelto el disvalor y el peligro concreto, que genera para las personas la propagación del fuego en un bosque”153. “[L]os hechos asentados no cubren ninguna de las hipótesis de terrorismo establecidas en la ley, por cuanto no existen elementos suficientes para dar por acreditada dichas circunstancias”154. En la exposición de la síntesis de la sentencia, el Tribunal precisa que “[L]a aplicación de los requisitos a que se refiere la Ley 18.314 debe hacerse objetivamente, de lo contrario se infringiría el principio de culpabilidad como límite al ius puniendi, ya que sería una clara manifestación del derecho penal de autor […] La Corte estima que en concordancia con lo que se ha dado por probado en el juicio, de los medios empleados sólo puede afirmarse que concurren los elementos del tipo de incendio calificado, es más, afirma [que] considerar que a partir de dichos medios sería posible calificar la conducta de terrorista, infringiría el non bis in idem”155.

 

La precedente conclusión a la que arriba el tribunal se torna especialmente interesante al

contrastarla con la decisión adoptada unos años antes en el caso de los Lonkos Pichún y

Norín. Los antecedentes de hecho, el alcance de las acusaciones y el contexto en el que se desarrollan ambos casos presentan numerosas coincidencias. Pese a ello, la justicia los desarrolló y resolvió de manera totalmente diferente. Cabe preguntarse, por una parte, si existían diferencias sustanciales que permitan explicar razonablemente que la sentencia que condenó a los Sres. Pichún y Norín no haya ponderado ninguno de los elementos de juicio que luego llevaron al tribunal a descartar la aplicación de la Ley N°18.314 al Sr. Llanquileo. Por otra, queda la duda de si semejantes divergencias eran de tal entidad como para justificar, sólo en el primero y no en el segundo, la necesidad de utilizar testigos de identidad protegida. En cuanto a esto, debe considerarse que en el caso de los Lonkos

 


Pichún y Norín, no pudo acreditarse la participación y responsabilidad que se les imputaba como autores en los incendios de los fundos Nancahue y San Gregorio, sino que sólo se dio por probado que ellos habían incurrido en delitos de amenazas terroristas. En cambio, en el caso del Sr. Llanquileo sí se dio por acreditada su autoría material en el incendio del fundo Poluco Pidenco. Si esta última conducta (delito de incendio) se estima mayormente lesiva y peligrosa que las meras amenazas de llevar a cabo semejante ilícito y, si al mismo tiempo, para la procedencia de los testigos fuera determinante la mera gravedad de la conducta y el riesgo asociado a ella -como señalaron los tribunales nacionales a propósito del juzgamiento de los Sres. Pichún y Norín- resulta difícil comprender que sólo en este último se haya permitido el uso de testigos “anónimos”. Bajo tales premisas, habría mucho mejores razones para admitir su participación en un juicio que condena por incendio que en uno que lo hace por amenazas.

 

El procedimiento que culminó con la condena del Sr. Llanquileo muestra la razonabilidad y

factibilidad de llevar adelante la actividad probatoria con un amplio número de testigos sin

necesidad de reserva de identidad, conciliando la protección de aquellos con los derechos

del inculpado. Del mismo modo, dicha sentencia da cuenta de la importancia de evitar que

la aplicación de la Ley N° 18.314 se extienda a otras conductas que, tipificadas bajo el

régimen penal común, no se condicen con los elementos característicos del gravísimo

crimen de terrorismo, conforme al consenso que en torno a ello existe tanto en el derecho

internacional como comparado.

 

Sin perjuicio de reconocer las limitaciones que se enfrentan al analizar y comparar decisiones sobre casos diversos, es preciso admitir también que las ostensibles diferencias entre los casos comentados, en el marco de contextos de hecho y de derecho muy similares, pueden tensionar el derecho que tienen los justiciables a ser tratados con igualdad ante los tribunales de justicia, reconocido en el artículo 8.1 de la Convención Americana y en el artículo 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Refiriéndose a este último, el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha sido enfático al señalar que “La igualdad ante los tribunales y cortes de justicia también exige que los casos similares sean tratados en procesos similares. Si, por ejemplo, para la determinación de ciertas categorías de casos se aplican procesos penales excepcionales […] habrá que dar motivos objetivos y razonables que justifiquen la distinción”156.

 

 

 

 

 

 

 

 


III. CONCLUSIONES

 

 

Para concluir, haremos un breve recuento de las afirmaciones hechas a lo largo de este

informe:

 

Ø      El debido proceso legal es una piedra angular de la protección de todos los derechos humanos que se consagran en los tratados internacionales de los que Chile es parte. Siendo esto así, es imprescindible que este derecho y las garantías que se derivan de él se regulen y se apliquen con absoluto rigor, particularmente cuando se intentan excepciones a las reglas generales.

 

Ø      El principio de igualdad de armas es consustancial al Debido Proceso y es particularmente gravitante en materia penal, dada la desigualdad objetiva entre acusador e imputado. La igualdad de armas exige que este último tenga la posibilidad real de oponerse a la acusación a través de una adecuada defensa técnica y atribuciones defensivas que le brinden iguales oportunidades de incidir en la decisión del tribunal. Entre éstas se encuentran el derecho a contar con el tiempo y los medios adecuados para la preparación de su defensa y el derecho a presentar testigos en su favor y a interrogar tanto a éstos como a los presentados en su contra en las mismas condiciones que la acusación.

 

Ø      La Ley N °18.314 que sanciona las conductas terroristas en Chile presenta ambigüedades e inconsistencias desde el punto de vista del derecho internacional de derechos humanos, en lo que se refiere a la tipificación de los comportamientos terroristas y en lo concerniente a las reglas procesales para la substanciación de los juicios.

 

Ø      El terrorismo constituye uno de los crímenes más atroces y graves que enfrentan las sociedades y que se caracteriza, entre otras cosas, por la lesión a los bienes jurídicos más preciados, esto es, la vida, la integridad y la libertad de las personas. Por ello, su penalidad es particularmente severa. Su tipificación debe tener en consideración estos elementos, lo que no se aprecia en la ley que se analiza, ya que como se observó claramente en los dos casos específicos que se examinaron, el tipo penal que crea es ambiguo. A modo de comentario general, es necesario concluir que esto -aunque no ha sido objeto especial de este informe- siembra serias dudas sobre la compatibilidad de la Ley N °18.314 con el derecho internacional de los derechos humanos.

 

Ø      Las dudas generadas por el tipo penal exigen un especial cuidado de los tribunales que aplican esta ley, en relación con la decisión de perseguir penalmente una acción como delito terrorista, por las graves consecuencias que esto acarrea en términos de la pena.

 

Ø      Por otra parte, las reglas procesales establecidas en la Ley N °18.314 restringen más allá de lo internacionalmente permisible las garantías del imputado, al afectar de manera esencial el principio de igualdad de armas. La ley no especifica en absoluto contrapesos para moderar el efecto adverso que genera en la igualdad de armas y en

 


el contradictorio, el uso de declaraciones de testigos secretos. Por ejemplo, la ley no le da al juez ninguna directriz en cuanto a cómo debe intervenir para resguardar de alguna manera el derecho del imputado a no ser objeto de declaraciones de testigos parciales. No sólo eso; permite una compensación económica a los testigos anónimos, cuyo efecto puede ser pernicioso respecto de la veracidad de lo que atestigua. De ahí que resulte ilusorio reducir el derecho del imputado a conocer el mero contenido de la declaración de los testigos, por cuanto la identidad de éstos es un elemento crucial para garantizarle una defensa efectiva. Por lo demás, la ley también permite que el Fiscal mantenga en secreto el contenido de ciertos testimonios y otras pruebas, con lo cual se infringe nuevamente el debido proceso y se destruye la validez del argumento utilizado para justificar el anonimato de los testigos.

 

Ø      Bajo ninguna circunstancia, y con prescindencia de las medidas de contrapeso que sean adoptadas, puede permitirse que la condena de un imputado se base en forma decisiva o determinante en las declaraciones de uno o más testigos de identidad protegida. Sin embargo, la Ley N ° 18.314 tampoco establece este límite.

 

Ø      Esto, nuevamente, impone al juez la necesidad de un extremo celo en su aplicación, puesto que también él es un agente del Estado que debe velar por el cumplimiento acabado de las obligaciones internacionales a las que está sujeto el Estado de Chile. Este celo no se observa en los casos particulares examinados.

 

Ø      Asimismo, las reglas de procedimiento establecidas en la Ley N ° 18.314 lesionan el derecho del imputado a contar con los medios o facilidades adecuados para preparar su defensa, al consignar una ampliación exorbitante del plazo máximo para decretar el secreto de determinadas actuaciones, diligencias y registros de investigación, de 40 días a 6 meses, respecto del imputado y otros intervinientes, según decisión del Ministerio Público y sin otorgar suficientes parámetros para que tal determinación se adopte en circunstancias de estricta necesidad.

 

Ø      Adicionalmente, las personas imputadas de realizar una conducta presuntamente terrorista, conforme lo señalado en la Ley N ° 18.314 reciben un trato que, junto con restringir sus garantías judiciales, merma el goce y ejercicio de su derecho a la libertad personal. Esto último se deriva, por una parte, del incumplimiento de la obligación de asegurar “sin demora” el control judicial de la detención y, por otra, de la tendencia a convertir la prisión preventiva, medida de carácter excepcional, en la regla general y a facilitar su prolongación más allá de lo estrictamente necesario.

 

Ø      En los últimos años, la aplicación de esta ley se ha concentrado en un sector específico de la población: las personas pertenecientes a comunidades indígenas mapuche. No hay que olvidar que respecto de los pueblos indígenas el Estado chileno tiene diversas obligaciones internacionales que no pueden ignorarse, como se lo ha recordado ya un órgano internacional. La aplicación de la ley anti-terrorista a acciones vinculadas a las luchas por la recuperación de tierras ancestrales, con todas las deficiencias que se han señalado y con un actuar judicial que no parece haberse ocupado de subsanar esas deficiencias para intentar compatibilizar los actos

 


del Estado con sus obligaciones internacionales – implica establecer una forma de estigmatización de dicho pueblo ante la sociedad – lo que agrava el incumplimiento del Estado en relación al derecho de igualdad y a la prohibición de la discriminación, principio esencial del derecho internacional de los derechos humanos.

 

Ø      Las anteriores conclusiones ponen de relieve que el poder del Estado debe sujetarse en toda circunstancia al respeto y garantía de los derechos humanos, con prescindencia de cuán graves o devastadores puedan ser ciertos ilícitos ni de cuan apremiante sea la necesidad de suprimirlos. Cualquier estrategia contra el terrorismo debe tener como eje la protección de los derechos de todas las personas, incluso de aquellas que sean consideradas responsables de semejantes actos. El derecho internacional de los derechos humanos y sus sistemas de protección condenan las conductas terroristas e instan a los Estados a adoptar medidas para resguardar a las personas frente a sus efectos, pero ninguna apreciación acerca del peligro o amenaza que entrañan tales acciones puede abrir la puerta al uso de procedimientos excepcionales que socaven o anulen los derechos de quienes resulten sospechosos o inculpados de terrorismo. Sacrificar el derecho de las personas a quienes se imputen conductas terroristas a contar con un juicio substanciado con las debidas garantías, supone concebir los derechos fundamentales ya no como base de legitimación de la acción estatal, sino como un escollo para los fines de la política criminal.

 

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