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ALCANCES DEL DELITO DE DESACATO EN EL CONTEXTO DE LA LEY DE VIOLENCIA INTRAFAMILIAR

 

Héctor Hernández Basualto

 

 

 

La Defensoría Penal Pública ha solicitado al suscrito que informe en Derecho sobre los alcances del delito de desacato previsto en el inciso segundo del art. 240 del Código de Procedimiento Civil (en adelante CPC), en el contexto de un procedimiento penal en el que sean aplicables las disposiciones de la Ley Nº 20.066, de 7 de octubre de 2005, sobre violencia intrafamilar (en adelante LVIF). Específicamente, sobre si constituye dicho delito la conducta de un imputado que, estando formalizada la investigación en su contra por el delito de amenazas y estando sometido, en virtud de lo dispuesto en el art. 15 LVIF, a la medida cautelar consistente en la prohibición de acercarse a la víctima, se hubiese acercado a ésta en un par de ocasiones.

 

Al respecto puedo informar lo siguiente:

 

En el contexto de casos de violencia intrafamiliar constitutiva de delito el tribunal competente puede decretar, en cualquier estado del procedimiento y aun antes de la formalización de la investigación, “las medidas cautelares que sean necesarias para proteger a la víctima de manera eficaz y oportuna” (art. 15 LVIF), entre ellas, a título ejemplar, también las enunciadas en el art. 92 de la Ley Nº 19.968, de 30 de agosto de 2004, sobre Tribunales de Familia, entre las que destaca la del Nº 1, consistente en “prohibir al ofensor acercarse a la víctima y prohibir o restringir la presencia de aquél en el hogar común y en el domicilio, lugar de estudios o de trabajo de ésta”. Para el caso de incumplimiento de tales medidas, el art. 18 LVIF dispone que se aplique “lo dispuesto en el artículo 10”, esto es, que “el juez pondrá en conocimiento del Ministerio Público los antecedentes para los efectos de lo previsto en el inciso segundo del artículo 240 del Código de Procedimiento Civil, sin perjuicio de imponer al infractor, como medida de apremio, arresto hasta por quince días”.

 

Una primera lectura de estas disposiciones puede sugerir que cualquier forma de incumplimiento de las medidas cautelares decretadas por el juzgado de garantía en aplicación de la LVIF constituye el delito de desacato y conlleva las penas previstas en el art. 240 CPC. Contra esta conclusión se levantan, sin embargo, poderosas razones, que se pasan a exponer.

 

En primer lugar debe destacarse que, si bien es evidente que la LVIF considera que el incumplimiento de medidas cautelares previstas para la protección de la víctima puede constituir el delito de desacato, es al mismo tiempo claro que no ha establecido una regla absoluta en ese sentido. En efecto, el art. 10 LVIF, al que se remite el art. 18 de la misma, no impone directamente ninguna pena ni remite tampoco sin más a una pena establecida en otra disposición[1], sino que simplemente establece un efecto procesal, como es que los antecedentes deben ser puestos a disposición del órgano de persecución penal “para los efectos” del delito de desacato. Desde luego esto implica la posibilidad de apreciar dicho delito en el incumplimiento de lo ordenado por el juez, pero si esto es así, ha de serlo exclusivamente a partir del examen del caso concreto a la luz de los requisitos del art. 240 CPC, los que a todas luces no han sido alterados por la LVIF, y en caso alguno por una supuesta aplicación mecánica del art. 10 LVIF.

 

Todo se resuelve, en consecuencia, de la mano de la determinación de cuáles hayan de ser los alcances del art. 240 CPC, cuyo texto se reproduce para facilitar su análisis:

 

“Cumplida una resolución, el tribunal tendrá facultad para decretar las medidas tendientes a dejar sin efecto todo lo que se haga en contravención a lo ejecutado.

El que quebrante lo ordenado cumplir será sancionado con reclusión menor en su grado medio a máximo”.

 

La interpretación del precepto enfrenta serias dificultades, especialmente referidas a la necesaria delimitación de un tenor literal que por su enorme amplitud – literalmente, el delito consiste sin más en “quebrantar lo ordenado cumplir” por un tribunal - amenaza desbordarse más allá de los límites de lo genuinamente penal. Las dificultades comienzan con la parquedad de los antecedentes de la historia fidedigna del establecimiento de la ley, que no aporta mayores luces al respecto. Como se sabe, el artículo no formaba parte del texto original del Código de Procedimiento Civil, sino que fue incorporado mediante la reforma del mismo debida a la Ley Nº 7.760, de 5 de febrero de 1944, cuyos antecedentes nada dicen sobre un precepto que no formaba parte del Proyecto del Ejecutivo, que se incorporó súbitamente junto con muchos otros para ser en definitiva aprobado sin mayor discusión[2]. Por su parte, ni la doctrina ni la jurisprudencia se han preocupado en detalle de él, probablemente porque por décadas un defecto técnico en su formulación original conspiró contra su aplicación práctica[3], sin contar con la tradicional reticencia de la doctrina penal a hacerse cargo de disposiciones extramuros del Código del ramo, máxime si éstas se insertan en una codificación de corte marcadamente civil.

 

Como sea, si alguna constante se puede encontrar en los escasos pronunciamientos doctrinarios al respecto, ésta consiste en que la interpretación del precepto debe ser restrictiva, sin perjuicio de que los criterios de restricción varíen considerablemente.

 

Así, por ejemplo, en la doctrina procesal civil, Fernando Alessandri, apenas producida la reforma, entendía que la disposición era exclusivamente aplicable al quebrantamiento de las sentencias definitivas cuyo cumplimiento se podía solicitar al tribunal que las hubiera dictado en única o primera instancia conforme a lo previsto en los arts. 231 y siguientes CPC[4], en tanto que, a propósito de la ley Nº 18.705, Harasic, Libedinsky y Juica siguen en la misma línea, imponiéndole, además, severas restricciones que desprenden del tenor literal de la norma, en el sentido de que “la norma se refiere a la sentencia ya cumplida y cuyo cumplimiento se quebrante”, a lo que agregan que “es exactamente similar al quebrantamiento de condena penal que, para que se dé, la persona debe encontrarse actualmente cumpliendo una condena”, de donde no es de extrañar que terminen concluyendo que “los ejemplos para estos eventuales quebrantamientos son difíciles”[5]. Por su parte, recientemente y desde el campo del derecho penal, José Luis Guzmán Dálbora coincide tácitamente al menos en un punto con los procesalistas civiles, en concreto en cuanto a que el “peligrosamente amplio” tipo penal sólo se refiere al quebrantamiento de resoluciones civiles[6].

 

Se trata ciertamente de opiniones plausibles, en particular si se tiene en cuenta la ubicación sistemática del precepto. Es bien probable que ése haya sido el propósito no declarado del legislador histórico. Sin embargo, en la medida en que existen disposiciones legales posteriores que vinculan expresamente el delito de desacato al incumplimiento de resoluciones que no constituyen sentencia definitiva y que son dictadas por tribunales con competencia criminal, cual es precisamente el caso del art. 18 LVIF, no es posible sostener en la actualidad la misma línea argumental, al menos no en lo que respecta a la hipótesis específica que motiva este informe. Es decir, se puede sostener que en general el tipo penal sólo se refiere a sentencias definitivas civiles, pero debe reconocerse que existen excepciones especialmente previstas por la ley.

 

Por otra parte, sin embargo, se trata de restricciones exclusivamente formales de los alcances del art. 240 CPC, en circunstancias que lo que cabría preguntarse es por el sentido que razonablemente, desde un punto de vista material, debería tener el citado artículo. En esta perspectiva la cuestión a dilucidar es si puede configurar la figura de desacato cualquier incumplimiento de una resolución judicial, sin distinciones, o si, por el contrario, para esos efectos el quebrantamiento de lo ordenado cumplir debe reunir ciertas características especiales. Y todo indica que esta última es la solución correcta, por las razones que a continuación pasan a exponerse:

 

En primer lugar, porque la aceptación como delito de cualquier incumplimiento de una resolución judicial no resulta compatible con la larga tradición de prescindencia de delitos de mera desobediencia a la autoridad que ostenta el derecho penal chileno, sin que existan motivos como para suponer que con el art. 240 CPC se haya querido hacer una excepción sobre el particular.

 

En efecto, a diferencia de su modelo español, el Código Penal chileno (en adelante CP) prescindió totalmente del establecimiento de una forma genérica de desacato consistente en la mera desobediencia de lo resuelto por la autoridad. La Comisión Redactora desechó introducir en el Código un delito común de desobediencia como el contemplado en el art. 285 del Código español de 1850[7], y en vez de eso se limitó a considerar el delito especial de desobediencia de los empleados públicos en el art. 252 CP[8], fundiendo en un solo precepto los dos artículos (arts. 286 y 287) que, conjuntamente con el mencionado art. 285, formaban el párrafo referido a la “Resistencia y desobediencia” del Código peninsular[9].

 

Si bien las Actas de la Comisión no dan cuenta de las razones tenidas en cuenta para apartarse del modelo español en este punto[10], con toda seguridad influyó en su criterio el juicio crítico expresado por Pacheco al respecto. Con buen criterio liberal, el connotado comentarista español había advertido sobre los riesgos de una disposición de estas características:

 

“Creyéndose que la autoridad no estaba competentemente armada en presencia de cualquier espíritu hostil; y por evitar ese peligro quizá se ha caído en otro que no es menor, pero que sentimos menos por efecto de nuestras viejas costumbres. El hecho es que si no hubiera en los tribunales mucha prudencia y mucha parsimonia para aplicar este artículo, el despotismo local correrá suelto y sin freno, y se habrán malogrado una vez más tantas esperanzas como han hecho nacer los adelantos del tiempo presente. La autoridad y sus subalternos suelen entre nosotros mandarlo todo y a todos, y nada hay tan fácil como decir que sus preceptos se dictan en asuntos de servicio público”[11].

 

Ciertamente se tipificaron en nuestro derecho algunas hipótesis específicas de mera desobediencia, sobre las que se volverá más adelante, pero se prescindió de consagrar genéricamente la mera desobediencia de los particulares como forma de desacato.

 

Es en este contexto en el que luego, setenta años después, se inserta el tipo penal del inciso segundo del art. 240 CPC, lo que obliga a indagar por los propósitos que presumiblemente habría perseguido el legislador. Es evidente que con la norma se quiso al menos ampliar formalmente el ámbito de las desobediencias punibles, superando el régimen casuístico del Código Penal, siquiera en lo que concierne a algunas resoluciones judiciales. No parece, sin embargo, que además hubiese perseguido una radical ampliación material de la punición, en términos de reprimir penalmente ahora cualquier incumplimiento de lo resuelto por un juez, sin distinciones en cuanto a su gravedad, pues es de suponer que un cambio de semejante relevancia habría sido destacado durante el proceso legislativo, lo que, como ya se ha dicho, no se ve reflejado en la historia fidedigna del establecimiento de la ley. Es perfectamente posible sostener entonces que la ampliación formal de la punibilidad de la desobediencia frente a las resoluciones judiciales se mantiene en todo caso dentro del umbral de gravedad exhibido por los casos que hasta entonces tipificaba aisladamente la ley, y sobre cuyas características se volverá más abajo.

 

Adicionalmente, esta conclusión resulta ineludible a la hora de coordinar razonablemente el precepto con las facultades judiciales en materia de apremios, facultades dispuestas precisamente para que los tribunales hagan cumplir compulsivamente lo que han ordenado[12]. No parece plausible, por desproporcionado e irracional, que cada vez que se den los presupuestos para la aplicación de estos mecanismos, al mismo tiempo se verifique sin excepciones un delito, en circunstancias en que esto último sólo debería ocurrir en casos calificados. Todo sugiere que ante el incumplimiento de una resolución judicial al sistema de apremios y al delito de desacato le corresponden funciones complementarias, en términos de que el ámbito de aplicación del delito de desacato comienza donde termina aquél de los apremios.

 

De ahí que, con buen criterio, ya se haya entendido entre nosotros que el delito de desacato tiene un carácter subsidiario respecto del sistema de apremios. Así, Politoff, Matus y Ramírez han señalado que “esta disposición [el inciso segundo del art. 240 CPC] sólo se aplica a los casos en que no existen otras formas de cumplimiento en que se ejerce coerción de carácter civil, reguladas por el propio CPC en sus artículos 235 ss., o en leyes especiales, como las que respecto del cumplimiento de las resoluciones relativas a la tuición de menores establece el art. 66 inc. 3º de la Ley de Menores”[13], a lo que habría que agregar, naturalmente, una referencia a las facultades genéricas en esta materia, consagradas en el art. 11 del Código Orgánico de Tribunales[14] o en el art. 34 del Código Procesal Penal (en adelante CPP)[15]. Sobre las características de esta relación de subsidiariedad, con la que aquí se está fundamentalmente de acuerdo, se volverá más abajo.

 

Por último, la restricción de la aplicación del art. 240 CPC a formas calificadas de incumplimiento constituye una conclusión forzosa si se quieren evitar graves inconsecuencias valorativas al interior de nuestro ordenamiento jurídico, toda vez que la ley se encarga en varias oportunidades de asignarle una sanción a hipótesis significativas de simple incumplimiento de resoluciones judiciales, sanción que de modo invariable tiene una gravedad radicalmente por debajo de la pena de hasta cinco años de privación de libertad que contempla el delito de desacato. Resultaría francamente grotesco que casos importantes que han preocupado de modo especial al legislador tuvieran sanciones mucho menos intensas que las que corresponderían, si realmente no tuviera límites materiales, conforme a una norma genérica – y, en cuanto tal, residual - sobre incumplimientos innominados[16]. Basten al respecto algunos ejemplos de incumplimientos especialmente tratados por la ley y que se corresponden en lo fundamental con los que motivan el presente informe:

 

En el CPP, el quebrantamiento de las medidas cautelares personales no da lugar sino a sanciones procesales. Así, en caso de fuga de quien se encuentra detenido o en prisión preventiva, la ley procesal penal sólo prevé la posibilidad de su detención sin orden judicial previa, como mecanismo más que suficiente como para restablecer el imperio del derecho y asegurar los fines del procedimiento (art. 129 CPP), en tanto que el quebrantamiento de las medidas cautelares personales alternativas del art. 155 CPP sólo da lugar, además de permitir la detención sin orden judicial[17], a la imposición de una medida cautelar más intensa, como es la prisión preventiva (art. 141 CPP). Debe destacarse además, porque confirma la tendencia de las valoraciones generales del legislador, que el nuevo Código no mantuvo la sanción penal que por algún tiempo previó el Código de Procedimiento Penal para el quebrantamiento del arraigo (art. 305 bis D CPP 1906)[18], si bien con penas significativamente más bajas que las previstas para el desacato.

 

Por su parte, el incumplimiento de las condiciones impuestas judicialmente en el contexto de la suspensión condicional del procedimiento no constituye más que presupuesto de la revocación de dicha suspensión, y ni siquiera necesariamente, sino sólo cuando aquélla ha sido, amén de injustificada, grave o reiterada (art. 239 CPP). Más aún, salvo en el caso de vulneración de la condición de la letra b) del art. 238, esto es, la de “abstenerse de frecuentar determinados lugares o personas”, ni siquiera procede la detención previa del infractor (art. 129 CPP, contrario sensu).

 

En fin, todo se ve aún más claro si se revisa el tratamiento que la ley chilena le dispensa al quebrantamiento de una condena criminal, la que, sin duda, constituye el incumplimiento más grave de una resolución judicial en este plano. Dicho quebrantamiento, además de dar lugar a la detención sin orden judicial (art 129 CPP), se encuentra especialmente regulado en el art. 90 CP, disposición que ha dado lugar a un largo e importante debate tanto doctrinario como jurisprudencial en cuanto a si debe considerársele un delito autónomo o meras medidas de ejecución penal[19]. Como sea, aun cuando se considere que se trata de un delito las sanciones previstas consisten, en general, en el mero agravamiento del régimen de cumplimiento de la condena o en la sustitución de ésta por una relativamente más gravosa, lo que en términos de intensidad se encuentra muy por debajo de lo que implica la pena del delito de desacato. Si esto rige para el quebrantamiento de una condena criminal, no puede sostenerse seriamente que rija algo más grave para el incumplimiento puro y simple de una medida cautelar, como lo confirma precisamente el recién expuesto régimen de dichos quebrantamientos en la ley procesal penal. Un régimen diferente supone necesariamente razones adicionales.

 

A la luz de todos estos elementos se puede sostener que el delito de desacato sólo puede estar referido razonablemente a ciertas hipótesis calificadas de incumplimiento de resoluciones judiciales, con lo cual se impone la tarea de definir en qué habría de consistir ese carácter “calificado”.

 

Una primera respuesta a esta pregunta la ofrece la revisión de los casos especialmente tipificados de incumplimiento de órdenes de la autoridad, especialmente de resoluciones de la autoridad judicial. Como se dijo en su momento, nuestra legislación siempre ha contenido algunas pocas hipótesis en este sentido. Tal es el caso de la rotura de sellos puestos por orden de la autoridad (arts. 270 y 271 CP), de la destrucción de la cosa embargada (art. 469 Nº 6 CP), de la enajenación de la misma cuando consiste en el menaje de la casa habitación del deudor y ha quedado en su poder en el contexto del juicio ejecutivo (art. 444 CPC) o de la revelación de la identidad o antecedentes de un testigo protegido (art. 307 CPP, que se remite directamente a la pena del art. 240 CPC).

 

Si bien se mira, todos estos casos tienen en común que con la realización de la conducta típica se frustra definitivamente el objeto de la resolución, de modo que el sistema de apremios previsto por la ley está condenado de antemano al fracaso, con lo cual su aplicación carece de todo sentido práctico y sólo queda el resignado recurso a la pena. En efecto, de nada sirve que se apremie al sujeto si éste ya no puede razonablemente reparar lo que se quiso impedir con la resolución. Sobre esta base se puede decir que el art. 240 CPC está llamado en primera línea a hacerse cargo de hipótesis semejantes, en las cuales el incumplimiento conlleva la frustración del objeto de la resolución y el fracaso anticipado del sistema de apremios.

 

No parece, sin embargo, que éste sea el único grupo de incumplimientos calificados relevantes para la ley. Precisamente las hipótesis previstas en la Ley Nº 20.066 sugieren que también tienen ese carácter ciertos incumplimientos respecto de los cuales todavía sería posible la aplicación formal del sistema de apremios para hacer frente al incumplimiento. En estos casos, la razón por la cual al legislador le parece insuficiente dicha aplicación formal no puede ser otra que insuficiencia material de los apremios para garantizar el objeto de la resolución. No se trataría ya de la efectiva y definitiva frustración del objeto de la resolución, pero sí de un peligro inminente de frustración que se deduce de la gravedad y circunstancias del incumplimiento. Se verifica así un relativo adelantamiento de la punibilidad en relación con el anterior grupo de casos, que viene justificado por la especial función de protección que a veces cumple la resolución quebrantada y que, por ejemplo, tratándose de las medidas cautelares y sanciones aplicadas en el contexto de la LVIF resulta ciertamente evidente.

 

Ahora bien, ni aun en estos casos el delito de desacato se satisface con el mero incumplimiento, sino que se requiere, como se ha dicho, un incumplimiento grave y cuyas circunstancias implique un peligro concreto para el objeto de protección de la respectiva resolución judicial. Para ponerlo en los términos del caso que motiva el presente informe, para calificar de desacato el incumplimiento de lo ordenado por el tribunal se requiere que las circunstancias concretas del acercamiento a la víctima exprese una posibilidad seria de agresión. Sólo de este modo se asegura el carácter de incumplimiento calificado que, por las razones antedichas, debe exhibir el delito de desacato.

 

Se podría alegar en contra que, por la gravedad del fenómeno de la violencia intrafamiliar, el legislador ha querido que se apliquen sin más las penas del art. 240 CPC y que las respectivas figuras de la LVIF, más que proteger la administración de justicia y el imperio judicial, representan verdaderos tipos de peligro abstracto respecto de la salud, la integridad y, eventualmente, la vida de las víctimas de la violencia intrafamiliar. A primera vista parece tratarse de una lectura plausible, pero que, sin embargo, no resulta sostenible a la luz de la propia ley.

 

Porque semejante interpretación haría de la simple desobediencia formal de las medidas judiciales de protección un delito más grave que la mayoría de las hipótesis de efectiva violencia ejercida sobre la víctima. En efecto, el delito de maltrato habitual consagrado en el art. 14 LVI considera una pena de presidio menor en su grado mínimo, en tanto que las lesiones menos graves – enfermedad o incapacidad para el trabajo por hasta treinta días (!) - aun con el aumento previsto en el art. 400 CP, da lugar a una pena de presidio menor en su grado medio, esto es, recién coincidente con el rango mínimo que se le quiere atribuir a cualquier acto de desobediencia[20]. Y naturalmente no es razonable una interpretación que atribuye al simple peligro abstracto de atentado contra la víctima penas considerablemente mayores que las que le corresponden a atentados efectivos contra la misma. Necesariamente debe tratarse de algo más.

 

Se dirá que un plus lo da precisamente el desprecio por la autoridad de las resoluciones judiciales, lo que es indiscutible, pero ya se ha visto la moderación general con que nuestro derecho trata este factor, de modo que, ni aun considerando conjuntamente ambas dimensiones – protección abstracta de la víctima y protección de la administración de justicia – resulta posible explicar, y menos legitimar, semejante penalidad.

 

Lo único que parece poder fundar la penalidad prevista en el art. 240 CPC es la conjunción del menosprecio por la autoridad judicial expresado por el incumplimiento de la resolución judicial con la puesta en peligro concreto de la víctima a consecuencia del mismo, esto es, que el quebrantamiento de lo dispuesto judicialmente esté rodeado de circunstancias que razonablemente importen un riesgo efectivo para la salud, la integridad o la vida de la persona protegida, o bien – en casos de ofensas u hostigamientos permanentes - una alteración intolerable de su tranquilidad, todo lo cual habrá de establecerse en el caso concreto.

 

Se podrá apreciar que con esta interpretación no se está poniendo en duda la seriedad y gravedad del problema de la violencia intrafamiliar, ni la legitimidad intrínseca de la intervención penal al respecto, más allá de los magros resultados de la misma, tanto en Chile como en el extranjero. Eso no está en cuestión. De lo que se trata, sin embargo, es de evitar una aplicación irracional del derecho penal, incapaz de hacer distinciones básicas y de sujetarse a criterios elementales de proporcionalidad.

 

En síntesis, el quebrantamiento de las medidas cautelares impuestas por el juez de garantía en el contexto de un procedimiento en el que tiene aplicación la LVIF sólo da lugar a la aplicación de la pena prevista en el inciso segundo del art. 240 CPC cuando el incumplimiento y sus circunstancias concomitantes importan un peligro concreto para la víctima protegida.

 

Es todo cuanto puedo informar en Derecho, en Santiago, diciembre de 2006.

 

 

 

 

 

 

 

 

Prof. Dr. Héctor Hernández Basualto



[1] Nótese la manifiesta diferencia con la redacción, por ejemplo, del inciso segundo del art. 299 CPP: “El testigo que se negare sin justa causa a declarar, será sancionado con las penas que establece el inciso segundo del artículo 240 del Código de Procedimiento Civil”. Por cierto es posible sostener, aun en este caso, que se debe proceder de todos modos a un examen concreto a la luz de los requisitos del delito de desacato. Lo que interesa destacar en este informe es, sin embargo, que esto último es ineludible ya a partir del tenor literal del art. 10 LVIF.

[2] Al respecto, véase Modificaciones al Código de Procedimiento Civil. Ley Nº 7.760. Historia fidedigna de su establecimiento (informes, discusión en el Congreso Nacional y texto completo de la ley), Consultor práctico de las leyes Nº 8, Santiago 1943. Como se ha dicho, la disposición no formaba parte del Proyecto del Ejecutivo, de 24 de noviembre de 1942 (pp. 3 a 11), sino que aparece, sin mayores explicaciones, recién en el Informe de la Comisión de Constitución, Legislación y Justicia de la Cámara de Diputados, de 14 de julio de 1943 (pp. 50 y ss., 55), siendo aprobado luego tanto por la Cámara como por el Senado, para finalmente, sin modificaciones durante el resto de la tramitación, llegar a ser ley.

[3] La redacción inicial del inciso segundo era la siguiente: “El que quebrante lo ordenado cumplir será responsable del delito de desacato y será sancionado con la pena contemplada en el número 1º del artículo 262 del Código Penal”. Como, sin embargo, el referido Nº 2 del art. 262 CP no señala ninguna pena, se entendió mayoritariamente que la disposición penal no era aplicable (así, sentencia de la Corte de Apelaciones de Valparaíso, de 6 de abril de 1948, Revista de Derecho y Jurisprudencia, T. XLVI, 2ª parte, sección 2ª, p. 43; en el mismo sentido Harasic, Davor / Libedinsky, Marcos / Juica, Milton: Estudios de la reforma procesal, Ediar-ConoSur, Santiago 1989, p. 37), si bien se trataba de una cuestión altamente discutible, toda vez que podría haberse entendido que la referencia estaba hecha a la pena prevista en el inciso primero del art. 262, común a todas las circunstancias previstas en el mismo, entre ellas la del mencionado Nº 2 (al respecto, el comentario crítico de Fernando Alessandri a la sentencia de la nota anterior; y Etcheberry, Alfredo: Derecho penal, 3º edición, Editorial Jurídica de Chile, Santiago 1998, T. IV, p. 266). Esta situación vino a modificarse recién con la Ley Nº 18.705, 24 de mayo de 1988, cuyo art. 1º Nº 42 le dio su actual redacción al inciso segundo.

[4] Alessandri, Fernando: Ley Nº 7.760. Reformas introducidas al Código de Procedimiento Civil por la Ley Nº 7.760, Centro de Derecho, Imprenta Otero, Santiago 1944, p. 72 y 81.

[5] Harasic / Libedinsky / Juica, Estudios, p. 37 y s.

[6] Guzmán Dálbora, José Luis: Introducción a los delitos contra la administración de justicia. Objeto, sistema y panorama comparativo, Instituto Centroamericano de Estudios Penales, Managua 2005, p. 146 con nota 318.

[7] “Los que desobedecieren gravemente a la autoridad o sus agentes en asunto de servicio público, serán castigados con la pena de arresto mayor a prisión correccional, y multa de 20 a 200 duros”.

[8] Debe considerarse también el delito de desobediencia de los jueces, previsto en el art. 226 CP.

[9] De modo que resulta más que improbable que la Comisión no haya tenido a la vista este último precepto.

[10] En esta parte la Comisión trabajó a partir de un proyecto de redacción encargado al Comisionado Renjifo en la sesión 46, de 30 de junio de 1871 (Actas de las sesiones de la Comisión Redactora del Código Penal Chileno, Imprenta de la República de Jacinto Núñez, Santiago 1873, p. 93). Dicho proyecto, discutido en lo pertinente en sesión 53, de 7 de agosto de 1871, no contenía la figura de desobediencia de particulares (Actas, p. 104).

[11] Pacheco, José Francisco: El Código penal concordado y comentado (reedición de la tercera edición de 1867), Edisofer, Madrid 2000, p. 876.

[12] El propio inciso primero del art. 240 CPC hace referencia a dichos mecanismos al disponer que “cumplida una resolución, el tribunal tendrá facultad para decretar las medidas tendientes a dejar sin efecto todo lo que se haga en contravención a lo ejecutado”.

[13] Politoff, Sergio / Matus, Jean Pierre / Ramírez, María Cecilia: Lecciones de derecho penal chileno. Parte Especial, Editorial Jurídica de Chile, Santiago 2004, p. 530 con nota 43.

[14] “Para hacer ejecutar sus sentencias y para practicar o hacer practicar los actos de instrucción que decreten, podrán los tribunales requerir de las demás autoridades el auxilio de la fuerza pública que de ellas dependiere, o los otros medios de acción conducentes de que dispusieren” (inciso primero).

[15]Poder coercitivo. En el ejercicio de sus funciones, el tribunal podrá ordenar directamente la intervención de la fuerza pública y disponer todas las medidas necesarias para el cumplimiento de las actuaciones que ordenare y la ejecución de las resoluciones que dictare”.

[16] Naturalmente se podría sostener que la existencia de estas disposiciones especiales sólo tiene por función asignar consecuencias adicionales a las penas del desacato y que, en realidad, en todos estos casos sí se verifica dicho delito. No se trata, sin embargo, de una interpretación que se haya sostenido seriamente entre nosotros, razón por la cual no parece plausible y se puede prescindir de su tratamiento.

[17] Sólo en caso de quebrantamiento sorprendido en flagrancia, desde la reforma operada por la Ley Nº 20.074.

[18] Introducido mediante el Nº 3 del artículo único de la Ley Nº 18.288, de 21 de enero de 1984, modificado por el Nº 37 del art. 5º de la Ley Nº 18.857, de 6 de diciembre de 1989, y cuyo inciso cuarto, primera parte rezaba: “El quebrantamiento del arraigo será sancionado con prisión en su grado máximo o presidio menor en su grado mínimo”.

[19] Sobre el estado del debate, por todos, Künsemüller, Carlos en Politoff, Sergio / Ortiz, Luis (directores): Texto y comentario del Código penal chileno, T. I, Editorial Jurídica de Chile, Santiago 2002, p. 422 y s.

[20] Recién si se produjeran lesiones gravísimas o derechamente la muerte de la víctima las penas serían mayores, siendo de destacar que en el primer caso (producción de nada menos que de demencia, impotencia, inutilidad para el trabajo, impedimento de miembro importante o deformidad notable), todavía no se supera el rango máximo de penalidad del delito de desacato.

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